«Aquí está todo lo que Berrio fue, hasta el último suspiro, y también el esbozo de lo que Berrio podría haber sido»
Eduardo Tébar reflexiona sobre las dos obras que recopilan las últimas letras, poemas y canciones del añorado Rafael Berrio: un libro titulado Absolución y el EP de los valses.
Texto: EDUARDO TÉBAR.
Quien haga el ejercicio de buscar información sobre Rafael Berrio en Internet tropezará con un fajo de artículos encomiásticos, en su caso nunca exagerados ni pecantes de ditirambo, escritos por una crítica empática que le acogió en el regazo de los favoritos en la última década. Todo el mundo —los cuatro gatos que integran este gremio, se entiende— le ponía por las nubes, pero el donostiarra parecía incapaz de desprenderse del nivel de tino y excelencia que buscaba en sus lecturas y en su propia obra. ¿Qué ocurría? Pues que se le notaba mucho el repelús cuando no se reconocía en la publicación o en la perorata con el interlocutor de turno. Del mismo modo, solía manifestar su aprobación cuando un radiólogo musical daba con la tecla. Se fiaba de muy pocos.
Poeta, bohemio, rockero maldito o enfant terrible fueron algunas de las maneras de tildarlo cuando falleció el pasado 31 de marzo, a los 56 años. Lo de poeta, al menos, no lo podrá discutir nadie. Queda más que refrendado en el último regalo de Berrio, Absolución (Comares), la recopilación de la mayoría de las letras de sus canciones, tal y como él quiso, a través de la editorial granadina Comares. El lanzamiento coincide con la salida en vinilo de diez pulgadas de un epé con tres valses póstumos, grabados poco antes de morir.
El libro es sustancioso y da que pensar en los pocos, poquísimos letristas del pop y del rock cuyo legado se pueda sostener así en el papel, de principio a fin, como una columna corintia de la poesía. Y esto es lo que sucede en Absolución, un objeto bello y cuidado, a la altura del contenido, que rescata oportunamente el título de una pieza del proyecto Lieder, que compartió en 2008 con Diego Vasallo, Joserra Senperena, Suso Saiz y Thomas Canet. La edición ha contado con aliados como el cineasta Jonás Trueba, un apoyo constante estos años, y la serie en la que se incluye el volumen (La Veleta) está dirigida por Andrés Trapiello. El nombre de Berrio se incorpora junto a los de Unamuno o Joan Margarit.
En total, 86 letras: desde Amor a Traición en los noventa, pasando por Deriva en el cambio de siglo y llegando a sus reconocidos trabajos desde 1971 (2010), además de textos dispersos en otras aventuras y, esto es relevante, un manojo de inéditos. La curiosidad del lector se verá recompensada con más de medio centenar de títulos descartados y unos apuntes biográficos poco difundidos. Salvo el vacío de los ochenta (el álbum de U.H.F. nunca se publicó tras la quiebra del sello), aquí está todo lo que Berrio fue, hasta el último suspiro, y también el esbozo de lo que Berrio podría haber sido.
No es normal que un grupo de rock vislumbre a Jaime Gil de Biedma y a Ramón Gómez de la Serna en la cama, con solemnidad y misterio. Berrio tardaría muchos años en alcanzar un estatus de compositor infalible, de miglior fabbro a ojos de entendidos. En estas páginas, en todo caso, desaparece el telón sonoro del cantautor rock y el chansonnier orquestal. La única reverberación es la de la palabra. Es un debate viejo y decolorado, ¿lo recuerdan?, el de si las letras de las canciones son o no poesía, si gozan o no de tal legitimidad. Los seminarios universitarios que siguen dando vueltas al asunto tienen aquí un filón.
La forma de decir y de escribir de Berrio ofrece la argamasa para atrapar los dos mundos. Era un placer escucharlo y ahora se corrobora que también lo es leerlo y declamarlo. Como algunos advirtieron, estas letras se tutean con la mejor poesía escrita en castellano en la actualidad. Y en contra de lo previsible no se ciñen al orden cronológico de los discos, sino que el autor dejó dispuesta una secuencia particular, sugiriendo vasos comunicantes y lazos temáticos entre sus canciones. Cuestiones como la ensoñación y el insomnio, la abulia existencial, la perspectiva de la madurez, el amor, los compañeros generacionales perdidos o la muerte sobrevuelan la poética del de San Sebastián.
Al final, permanece la media sonrisa ante la sorna que se gasta ese Rafael Berrio engolfado en sus lecturas, con el rebuzno de un asno tras de sí en su retiro en una aldea de Asturias como la más fiable manera de azuzar la conciencia. Absolución, con 500 ejemplares en la calle, supone un testamento a la altura de un músico esencial. Cabe imaginar a Umbral y a Cela con un gesto cómplice, abrazando la ristra de adjetivos de “Niño futuro”.
En paralelo, el denominado EP de los valses (Rosi Records), grabado en diciembre de 2019 y en enero 2020, saca a la luz las tres últimas balas de un Berrio que se mofa de su singladura en “Insulsa”. Definidas en el interior por Diego Vasallo como tres muecas «que destilan aroma de cafetín parisino», con esos acordeones y esa bossa nova europea (“Al viento”), cada una de estas canciones invita al brindis plácido por este hermano de Lou Reed, hijo de Leonard Cohen, fan de Peter Perrett y discípulo de Cioran.