UN GUSANO EN LA GRAN MANZANA
“Mill City Sound va camino de consolidarse como uno de esos raros oasis, inexpugnables al desierto, en los que todavía puedes comprar discos”
Julio Valdeón se detiene esta semana en la historia del dueño de la tienda de discos que ha adquirido 100.000 ejemplares guardados treinta años en un sótano, y añade una reflexión acerca de cómo se encumbra todo el consumo.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
—28 de febrero
La locura adopta disfraces sorprendentes. Busquen el Facebook de un tal Rob Sheeley, dueño de una tienda de discos en Minnesota. Orgulloso de su bendita chifladura, Sheeley acaba de adquirir 100.000 discos, almacenados en un sótano de Texas desde 1984. Lejos de echarse pomaditas y ungüentos sobre los hematomas, por aquello de que el negocio boquea y nadie compra y tal, su tienda, Mill City Sound, va camino de consolidarse como uno de esos raros oasis, inexpugnables al desierto, como un incendio suave donde calentarse, en los que todavía puedes comprar discos y no, para variar, teléfono o zapatillas.
—3 de marzo
Últimamente ya he leído varios artículos de crítica musical con aspiraciones, uh, ¿políticas? ¿sociológicas?, y obviamente deudores de Owen Johnson. Pero una cosa es que la clase obrera haya sido despojada de su propia cultura, del pop al fútbol, o que la intendencia ideológica neoliberal alumbrara el dulce placebo de la esotérica clase media, por aquello de apaciguarnos, y otra aplaudir todo lo que consumimos, y cuando digo todo es todo, del “Hola” a Camela y de “Factor X” al penúltimo bodrio de Rihanna. Así, y en un movimiento que recuerda al de ciertos departamentos de literatura de EEUU, empeñados en que la historia está trucada, que nos vendieron la moto del genio individual para oprimirnos, algunos han pasado de bendecir a Portishead y Hüsker Dü, del culto a Greil Marcus y la buena nueva del drum and bass, a Pimpinela y Óscar Mulero. O sea, del autismo esnob (y para qué dar nombres, a estas alturas), a “la reducción de la estética a ideología, o como mucho a metafísica”, por decirlo con Harold Bloom, en el convencimiento de que los valores estéticos son secundarios respecto a lo que realmente importa a quienes pretenden revertir el canon atendiendo a criterios de índole racial, política, sexual o étnica, pero no, nunca, a lo único que realmente importa.
Se trata, en fin, de leer la canción, el poema, la novela o la pintura no como una obra de arte sino como un manifiesto social. Mejor en cuánto mejores, más bondadosos o justicieros sean los motivos del creador. Con independencia de sus méritos artísticos y, también, sojuzgándolo en función de su origen social e ideología. Se trata de olvidar que “uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética (dominio del lenguaje metafórico, poder cognitivo, originalidad, sabiduría y exuberancia en la dicción)”. Se trata de encumbrar a un artista, sea bueno, malo o mediocre o infumable, solo si representa –o al menos, gusta– a los parias. De confundir creación, que solo es realmente poderosa cuando “subvierte los valores propios y ajenos”, y ejerce como “ministra de la muerte” (de nuevo Bloom) con una política de cuotas que rechaza el mérito (el mérito es reaccionario, gritan, aunque imagino que de acercarse al cirujano les gustaría que esté ahí por su valía) por el siempre confortable elogio de lo popular porque sí, porque algo tendrá el agua si la bendicen. A partir de semejantes entelequias, es muy posible que Leonard Cohen o Tolstoi puedan borrarse del canon, e incluso que esa idea desaparezca aniquilada, por reaccionaria, machista, xenófoba, neocolonial, clasista y elitista.
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