«Acudir a un concierto es una experiencia similar a la de acudir a una representación teatral o proyección cinematográfica, hay que partir del respeto por lo que vas a contemplar y gran parte de ese respeto se fundamenta en la atención»
Acaba agosto y Juanjo Ordás despide estas entregas veraniegas (en nada estará aquí de nuevo) pidiendo silencio… Silencio en los conciertos, por supuesto, donde no siempre se consigue y se respeta poco al que está encima del escenario.
Texto: JUANJO ORDÁS.
Puede ser la edad, puede ser cansancio, pero cada vez me gusta menos acudir a conciertos. Sí, sé que suena muy poco rockero, de hecho suena rancio. Parece que escucho a Morrissey cantar aquella estrofa que decía “esta noche debes parecer muy viejo”. Así que vamos a concretar: cada vez me gusta menos acudir a conciertos en salas o estadios. ¿Teatros? Perfecto. Cada vez me importa menos sacudir el puño en alto y cantar las canciones. Hay excepciones, claro. Recuerdo el último concierto que The Smashing Pumpkins dieron en Madrid, en la Sala Arena. Me coloqué en la planta superior con la idea de evitar aglomeraciones humanas y el vértigo comenzó a jugar conmigo. No tengo especial miedo a las alturas, pero si la barandilla que me separa del vacío no está a una altura adecuada me siento inestable. Fue sonar el ‘Black diamond’ de Kiss con el que abrieron y olvidar el vértigo alzando el puño, haciendo «headbanging» y gritando cada una de las estrofas. Pero eso fue un hecho aislado, os lo puedo asegurar, un instinto primario habitualmente reprimido. Yo cuando gozo es en un teatro o similar.
El público cada vez me resulta más molesto, y sí, soy consciente de que soy parte de él, ¿irónico, no? Pero vamos a ser sinceros, en la mayoría de las ocasiones el público es muy molesto. Desde luego que la audiencia de un teatro no va a estar tan enervada como la de una sala de rock, pero con la edad esa pulsión es cada vez más irrelevante. Al final lo importante es escuchar una interpretación, no unirse a un karaoke masivo (práctica de rebaño se tome como se tome). El público de los conciertos se ha acostumbrado a unas formas y maneras que atentan contra el arte, precisamente aquello que –en teoría– han ido a escuchar en formato musical. No hace falta escribir un decálogo de malas costumbres, de hecho quedaría rancio y vetusto (¡otra vez escucho la voz de Morrissey!), pero si uno toma perspectiva respecto a una sala de aforo más o menos completo durante un concierto, podrá comprobar que la mitad de las personas que han acudido demuestran tener muy poco interés por lo que ocurre en el escenario. No nos equivoquemos, acudir a un concierto es una experiencia similar a la de acudir a una representación teatral o proyección cinematográfica, hay que partir del respeto por lo que vas a contemplar y gran parte de ese respeto se fundamenta en la atención. Y sorprende como esta resbala entre el respetable. Generalmente, más allá de la mitad de la sala, en un concierto de rock podrás encontrar todo tipo de actitudes que ignoran a artista y música. Actitudes que el teatro corta en seco.
Solo el concepto de permanecer sentado impone disciplina a aquel que en otro entorno andaría escaso de ella. Un respeto implícito. Tanto que hasta las charlas son suprimidas y los silencios respetados. Duele que en una sala cualquiera el artista pida silencio para interpretar una pieza que requiere concentración y en lugar de conseguir el ansiado mutismo sea correspondido por murmullos de «small talk» que no dejan de ser un insulto. Cualquier músico sabe de lo que hablo y cualquier espectador atento también.
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