COMBUSTIONES
Hace unos días, Julio Valdeón se acercó al teatro Walter Kerr a ver el espectáculo Springsteen on Broadway, protagonizado por el Boss desde octubre del año pasado. Y cayó en las redes de su «enésimo prodigio comunicativo».
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Ni siquiera los reyes del panteón rock son inmunes a su propio agotamiento biológico. Desparecidos ya todos los que debían de caer por gozar de la predilección divina, «jóvenes mueren aquellos a quienes los dioses aman», cayeron luego los duros de pelar. Los comandantes que las habían visto de todos los colores. Los que sobrevolaron los sesenta y setenta en una celeste nube de marihuana y ácido. Los viejos bucaneros. Los abuelos grapados a una Fender. Los que parecían incombustibles. El resto sobrevive tratando de aparentar un dudoso vigor. Desde luego en su generación ninguno sigue en pie con la rotundidad de Bruce Springsteen. Al borde de cumplir setenta años atesora más empuje que muchos chavales.
¿Exagero? Hum. Lo vi en directo, el sábado 1 de diciembre, en el teatro de Broadway donde actúa cinco noches por semana desde hace un año. Un día antes me había tragado el fenomenal documento videográfico Springsteen on Broadway que este viernes salió a la venta. Tanto desde la fila Q del Walter Kerr como en la penumbra de la sala de proyecciones asistí al enésimo prodigio comunicativo de quien más allá de haber parido docenas de rolas formidables y un puñado de discos obligatorios, domina hasta extremos enloquecedores los resortes de la actuación. Y eso que estamos ante una combinación de monólogo, que bebe de forma literal de la autobiografía que publicó en septiembre de 2016, y concierto. No un concierto dialogado, con introducciones improvisadas. No. Mejor un monólogo musicado, aquí y allá, con viñetas musicales que multiplican el impacto de lo que cuenta, ejercen de tegumento, distraen o apabullan.
Cierto que no todas las canciones funcionan igual de bien. La interpretación de algunas tiene un punto mecánico. Pero cuando le echa ganas, da igual cuántas veces hayas asistido al truco previamente, todavía noquea. Igual que impresiona en el cuidado, la meticulosidad y la belleza de los tramos recitados. Entre capítulos nostálgicos, dolor por los ausentes, ironía a borbotones, cachondeo elegante y necesarias reivindicaciones políticas discurre un espectáculo de más de dos horas y media que parece durar veinte minutos. El público asiste entre embelesado y conmovido a una actuación que desconozco qué tal funcionará al tercer o cuarto visionado, si cansará y uno saltará de forma automática a las canciones, pero que a la primera resulta intenso y evocador, melancólico y refrescante. Un chute de magia y un tiro de realismo a cuenta del pasado.
Para levantarlo, Springsteen no duda en remangarse. En exhibir el secreto de algunos de sus mejores trucos. Propulsado por la inoxidable vocación de storyteller, a solas con su guitarra y su piano, y acompañado durante las interpretaciones de “Tougher than the rest” y “Brilliant disguise”, por Patti Scialfa, un músico casi anciano, confirma por enésima vez sus superlativas cualidades actorales y su maravilloso talento como escritor. Vale. Estoy de acuerdo. El talento puede concentrarse en ciertos individuos de forma abusiva. Casi obscena. Otra forma de verlo pasa por agradecer que nos fuera concedido disfrutarlo. Si hasta se marca un padrenuestro que de puro conmovedor parece sacado de La ley del silencio. Keith Richards llama the shining, el resplandor, a ese arte a borbotones. A esa monumental facultad para transmitir. Digamos aura a falta de mejor palabra. Fue así que 25 años después de la primera vez que lo disfruté en concierto, en la gira de Human touch y Lucky town, volví a enamorarme.
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Anterior entrega de Combustiones: Viceversa: El regreso de los Heartbreakers de Sabina.