«La semilla, la manera de componer y de establecer cercanía, uno piensa que está en esos primeros momentos en los que iba con su guitarra Cava Baja abajo»
Iniciamos la semana especial dedicada a Joaquín Sabina acercándonos a sus primeros tiempos, a la etapa en la que gestó Malas compañías y La Mandrágora, donde ya existen claves de su obra posterior. Por César Prieto.
Texto: CÉSAR PRIETO.
No era, ni mucho menos, un jovencito. Frisando ya los treinta años, Joaquín Sabina enfilaba por las noches la Cava Baja Madrileña y se encaminaba a un pequeño local en el que junto a un par de amigos entretenía a la concurrencia. El tiempo de los cantautores parecía estarse acabando, incapaces de resistir la ausencia de un blanco claro en el que fijarse —de tanto hacerlo contra el dictador, no buscaron más objetivos— y el ataque de movidas, rockeros duros y tecnos. Casi la aldea inexpugnable fue ese local: La Mandrágora.
Joaquín sí que venía de haber luchado contra el franquismo. Algún cóctel molotov, exilio en Londres, activismo cultural con sesiones de cine, producción de conciertos de cantautores y grupos de teatro… Al volver a España en el 77 se casa con una argentina a la que había conocido en Londres con el único objetivo de conseguir un pase de pernocta —salvoconducto que permitía pasar las noches fuera del cuartel— en su servicio militar mallorquín. La experiencia quedó cincelada en su segundo elepé en forma de rhythm and blues: “Carguen, apunten, fuego”. El primero, Inventario, había aparecido en una Movieplay ya perdida en su definición estética. Como él hace, vamos a obviar este primero por irresuelto.
Por entonces, un cantautor urbano llamado Pulgarcito, que aplicaba las enseñanzas de la ciudad a unas letras que ya no podían apelar a Franco, apareció en Popgrama, un espacio musical de televisión dedicado a captar lo que pasaba en la calle, esa bohemia cheli que Sabina retrató en “Manual para héroes o canallas”, con saxo nocturno incluido. El programa iba enfocado a esos cantantes que se dedicaban a coger unas perras en las puertas del metro o de grandes almacenes, y a Pulgarcito, que allí apareció, le gustaba mucho cantar una canción —“¡Qué demasiado!”— dedicada a un delincuente juvenil, de aquellos que tenían en vilo a la sociedad en los barrios extremos: El Jaro. Cinco minutos que dieron un empujón brutal a Joaquín Sabina.
Porque el programa lo estaba viendo Tomás Muñoz, el capo de CBS, que se emocionó sobremanera con la canción. De inmediato contacta con el tal Pulgarcito, que le informa que la canción no es suya, que la ha tomado de un tal Joaquín Sabina, que se la había regalado un día que lo había visto cantando frente a la puerta de Galerías Preciados. Era normal por esa época que Joaquín regalase canciones, la “Princesa” que el grabó en 1985 había sido defendida por un cantautor amigo, Juan Antonio Muriel (autor de la música), y había alcanzado el segundo puesto en el festival de Benidorm de 1982.
Nueva búsqueda y contrato para un primer elepé en el sello, Malas compañías, que contiene —claro— el “¡Qué demasiao!”, en una versión acústica y bluesera, algo alejada de la electricidad que se gastó el Pulgarcito al hacerla en su disco. También en CBS, claro. Después Pulgarcito fundó una banda de esas de nota a pie de página, Tapones Visente. Pero esa es otra historia.
El caso es que con Malas compañías grabado, Sabina aún acudía por las noches al sótano del café La Mandrágora. Allí se presentó un día el periodista Fernando García Tola, que en la escueta —y bonita por momentos— televisión de entonces dirigía el programa Esta noche, presentado por Carmen Maura. El programa contaba con actuaciones musicales que iban desde Mecano a Vainica Doble. Fue la primera aparición a nivel masivo de Joaquín Sabina, que repetiría bastante en la programa de Tola a mediados de la década, Si yo fuera presidente. Y CBS decidió que una actuación en La Mandrágora de Sabina, Javier Krahe y los boleros de Alberto Pérez tenía posibilidades, así que sacó el disco casi al pelo. Y se tituló La Mandrágora.
Se oyen improvisaciones, ruido de vasos, toses, risas… Calor de bar en el que Joaquín Sabina deja caer cinco canciones. Un par de ellas no aparecen en Malas compañías: “Adivina, adivinanza”, con la figura en lontananza de Franco en su entierro al que asisten figuras históricas —e iniciada por un guitarreo con “Suspiros de España”— y “Mi ovejita lucera”, divertidísima en ese contexto. De las del disco en estudio tenemos “Pasándolo bien”, que maneja esa esencia de rock a lo Rolling Stones y Tequila; “Círculos viciosos”, apropiación de Chicho Sánchez Ferlosio, que despejada del ambiente caribeño se convierte en una rumba —si ventilara la guitarra sería casi catalana— y su primer gran éxito, “Pongamos que hablo de Madrid”, que fue su primer número uno en los 40 Principales, aunque llegara de la mano de Antonio Flores. La versión de La Mandrágora es escueta, emocionante. Y no es una canción escrita por Sabina, él solo pone la letra a una melodía de Antonio Sánchez, el guitarrista del disco y uno de los artífices de la vibrante cercanía de su sonido.
Malas compañías cuenta con siete canciones más. Seguramente la más escuchada sea “Calle Melancolía”, con algo de dylaniano y de poéticamente impactante. Me arriesgo a decir que es una de las letras con mayor emoción de Joaquín Sabina, con esa alegoría de desarraigo urbano y vital en medio de imágenes dinámicas. Hay un puñado más de canciones, seguramente escondidas por las que hemos ido desgranando. “Gulliver”, sobre ese afán de los iconoclastas —o progresistas— por asaltar el poder y luego actuar como los desplazados; o sea, sin escuchar; o “Bruja”, o cómo las princesas se convierten de golpe en mujeres al uso.
Fue un vivero, un par de años de calmado frenesí en los que Joaquín Sabina combinó las actuaciones en un pequeño local con la llegada al mundo de su segundo disco, de canciones cuidadas, las primeras que se recuerdan de él. Después vendrían éxitos masivos, teatros llenos y giras internacionales, pero la semilla, la manera de componer y de establecer cercanía, uno piensa que está en esos primeros momentos en los que iba con su guitarra Cava Baja abajo, a centrar las cejillas para que dijeran lo que tenían que decir. A mirar al público para sentirse partícipe con ellos de la epifanía que después intentó en cada concierto.