«En su afán por preservar cada dólar, viajaba de concierto a concierto conduciendo él mismo, casi siempre de noche, aprovechando el subidón postconcierto, así ahorraba en hoteles, y cuando tenía que pernoctar en alguno, lo hacía en los más modestos, incluso podía dormir en el vehículo y evitaba pagar por una habitación»
La tercera entrega de El oro y el fango dedicada a los clásicos del rock and roll recuerda a Chuck Berry, el caballero que definió la estructura básica del género. La suya es una historia en la que las mujeres y el dinero han jugado un papel determinante. Por Juan Puchades.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Chuck Berry es, de entre los pioneros del rock and roll, el creador más influyente, el que formuló la canción rock tal y como la conocimos y siguieron todos los que vinieron detrás de él conectados a la electricidad, incluyendo, por supuesto, a Buddy Holly, los Beatles, los Beach Boys y los Stones. Un tipo poseedor de un talento absolutamente sobrenatural que diseñó el edificio del rock and roll (no es el papá del asunto, pero sí el arquitecto que le dio forma) y que, sin embargo, siempre mantuvo un perfil bajo frente a las extravagancias y relumbrón de los demás. Pese a ello, sus dos mayores debilidades conocidas, el dinero y las mujeres, le han llevado a protagonizar titulares y lo han conducido en diversas ocasiones a la cárcel. Pero es que su tacañería es proverbial y su libido bastante irrefrenable. De caracter hosco, no es un tipo particularmente amable, pero junto a Buddy Holly, es la leyenda más respetada del rock and roll. Merecidamente, por supuesto: ambos fueron unos visionarios.
Charles Edward Anderson Berry vino al mundo el 18 de octubre de 1926, en San Luis, Misuri, en el seno de una familia de clase media, rompiendo así el tópico del negro pobre: su padre era carpintero y diácono de una iglesia baptista y su madre había cursado estudios, algo singular tratándose de una mujer de raza negra. Vivían en un barrio negro medianamente acomodado y Chuck no vio la piel de un blanco hasta los tres años. Sus padres le permitieron que desarrollara su afición por la música, que pronto se decantó por el blues. Chuck era un buen chico, apacible y temeroso de Dios, hasta que a los 18 años, en compañía de unos amigos y en plena juerga, participó en el asalto a una tienda. Fue detenido y condenado a diez años de prisión, al ser menor de edad cumplió condena en un correccional, de donde salió tres años después, en 1947, a los 21 años. En el tiempo que pasó recluido aprendió a boxear y finalizó sus estudios. En 1948 ya se había casado y en 1950 nació su primera hija (luego vinieron tres hijos más). Berry, para sostener a la familia, trabajó en un par de plantas de ensamblaje de coches y también fue conserje de un edificio. Además, estudió esteticismo en una escuela especializada en estilismo para afroamericanos. Sin embargo, el dinero no llegaba para todo y en 1952 recuperó su vieja afición por el blues tocando por las noches con un trío. En 1954 lideraba su propio combo y ante la afluencia de público blanco, también comenzaron a tocar country, a aquello lo llamaba black hillbilly. Su espectáculo era toda una sensación en San Luis, donde competía por el público con el intenso grupo de Ike Turner, que tocaba en otro establecimiento de la ciudad. Por entonces, Berry intentaba cantar como el exitoso Nat King Cole mientras que musicalmente estaba completamente influido por el rhythm and blues de Muddy Waters. Y fue este, precisamente, quien en 1955 lo animó a que se dirigiera al sello Chess, de Chicago, para intentar grabar. Y lo consiguió.
Su primera canción para Chess fue ‘Maybelline’, una composición propia inspirada por el tema country ‘Ida Red’. Berry estaba, como tantos en aquellos días, sumando country (hillbilly) y rhythm and blues; es decir, música de blancos y de negros. ‘Maybelline’, si se compara con las grabaciones de Bill Haley, es de un tosquedad absoluta, pero el ritmo es el mismo y el sonido de la guitarra hermano (mucho más dura la de Berry, más áspera y cortante), y como explica Charlie Gillett, tiene «un eco de Bill Haley más que de ningún otro y las melodías gritadas por el coro de acompañamiento también procedían del estilo de los Comets». Si la comparación la hacemos con las primeras grabaciones de Elvis Presley para Sun, obtenemos un sonido emparentado en la rudeza pero formalmente opuesto: el de Presley nace de la acústica, mientras que en Berry la amplificación es esencial. ‘Maybelline’ fue un éxito entre el público blanco, en gran medida porque su voz no parecía «negra» y daba el pego por la radio. En su difusión tuvo mucho que ver el famoso pinchadiscos Alan Freed, que la programó con insistencia antes incluso de ser plastificada. Pero el asunto tenía trampa: a cambio de su apoyo, sin la menor vergüenza, figuró como coautor de la misma, lo que le garantizaba dinero de las ventas, radiaciones y versiones. Para que el reparto no fuera al cincuenta por ciento y que así Freed no se llevase la misma cantidad que él, Berry incluyó como tercer autor a Russ Fratto, un locutor local amigo suyo que renunció a su parte para que la cobrara Berry.
Chuck Berry empezó a componer y los éxitos, aunque siempre menores, se sucedieron. Son temas que han crecido con el tiempo y forman parte indisoluble de la historia del rock: ‘Roll over Beethoven’, ‘Thirty days’ ‘Too much monkey business’, ‘You can’t catch me’, ‘School day’, ‘Rock and roll music’, ‘Havana moon’, ‘Sweet little sixteen’, ‘Johnny B. Goode’, ‘Carol’, ‘Little queenie’, ‘Back in the U.S.A.’, ‘Memphis, Tennessee’. Canciones en las que supo capturar como nadie –él, que ya andaba por la treintena–, el espíritu, las pasiones e inquietudes juveniles: clases, noches, amores, chicas, coches e incipiente ardor sexual. Pero, además, su escritura excepcional analizaba y criticaba la sociedad de su tiempo. Berry desarrollaba historias que rompían con los textos intrascendentes de sus contemporáneos, inventaba términos, fijó el modelo de nueva canción rock (que hoy sería tanto como hablar de canción pop dada la evolución posterior) adelantándose al futuro y empedrando la ruta que los demás seguirían alentados por su obra. Tal dimensión alcanza su poética que algunos estudiosos no han dudado en considerarla de una calidad e importancia similar a la de Bob Dylan. Pero, por si no fuera suficiente, estaba la música y esa pasmosa capacidad suya para manufacturar rockanroles de ritmo infalible definidos por riffs adherentes interpretados por el propio Berry con su guitarra eléctrica (esa técnica tan personal que ha marcado escuela y dejado huella indeleble en gente como Keith Richards), siempre con tendencia a lo descarnado, y que le han valido ser considerado uno de los mejores guitarristas de la historia. Hablamos de canciones excelsas resueltas en tres minutos que hoy se muestran inoxidables.
Subido al éxito, participó en tres películas, actuaba incesantemente y ganaba un buen dinero, pero al contrario que otras estrellas del momento, se mostró con él absolutamente conservador, invirtiendo principalmente en la compra de inmuebles. Tacaño convencido, decidió bien pronto que no hacía falta llevar una banda fija, que le resultaba más rentable tocar cada noche con músicos de la ciudad donde recalara, lo que, desde luego, podía hacer que el show se resintiera pero, listo como pocos, él mismo llevaba todo el peso escénico, ejerciendo de sólido showman: echaba mano de su famoso «paso del pato» y jugaba visualmente con la guitarra (esa clásica elevación naciendo en vertical desde su entrepierna, con un sentido muy claro para quien quisiera apreciarlo). También se deshizo de su primer mánager y él mismo llevaba sus asuntos, con la ayuda de una asistente. En 1958 abrió en San Luis el club Bandstand, en un barrio blanco, lo que no gustó nada a los empresarios locales (lo que vino a sumarse al hecho de que su ayudante era blanca), además compró un terreno en Wentzville, donde construyó su casa y el Berry Park, una especie de extraño parque de atracciones. En su afán por preservar cada dólar, viajaba de concierto a concierto conduciendo él mismo su coche, casi siempre de noche, aprovechando el subidón postconcierto (una ventaja de no beber alcohol: siempre ha sido abstemio), así ahorraba en hoteles, y cuando tenía que pernoctar en alguno, lo hacía en los más modestos, incluso podía dormir en el vehículo y evitaba pagar por una habitación. Berry se consideraba un currante de base y no despreciaba un centavo.
Singular hombre de negocios y ahorrador convencido, parecía ir pensando en guardar para el futuro, tal vez porque intuía que su tiempo en la música podría tener fin. A Berry, un tipo de orden, en realidad solo le perdían las mujeres, y su oficio le permitía conocer a muchas dispuestas a irse a la cama con él. Una noche, en El Paso, Texas, tuvo un rollete con una joven de origen apache y, encaprichado de ella, se la llevó a la ciudad para que trabajara en el guardarropía del club. Las autoridades no tardaron en descubrir que era menor de edad y que ejercía la prostitución en la calle. Berry se vio acusado de corrupción de menores, juicio que vino a sumarse a otro que tenía pendiente por haber sido detenido una noche conduciendo en compañía de una chica francesa. En este último caso se le quería aplicar la Mann Act, una ambigua ley relativa a la trata de blancas, pero la joven declaró a su favor, así que se libró de ser condenado. En el caso de la apache tuvo menos suerte: un primer juicio fue declarado nulo por prejuicios raciales del juez y el jurado, pero en el segundo fue condenado a tres años de prisión. Estuvo entre rejas de febrero de 1962 a octubre de 1963. En aquel tiempo, en Estados Unidos, ser negro, triunfador e ir a tu aire no era asunto sencillo. Pero Chuck Berry, tipo resolutivo y pragmático, aprovechó el tiempo y en prisión estudió algo de derecho, mecanografía y contabilidad. También escribió nuevas canciones.
Al salir en libertad condicional, sus amigos aseguraron que no era el mismo, que había perdido el humor y era un hombre silencioso y amargado. Rápido constató que el tiempo del rock and roll de los pioneros había pasado (la llamada invasión británica estaba a las puertas del país). Sin embargo, como a todos los primeros rockers, le quedaba Europa, donde los Beatles y los Stones habían estado grabando sus temas y reivindicando su figura. En 1964 giró por Inglaterra junto a Carl Perkins y fue reconocido como un héroe. A partir de ahí, Berry se adaptó a los nuevos tiempos, agilizó su sonido, actualizó su imagen y ese mismo año grabó el fabuloso elepé «St. Louis to Liverpool» (una de sus canciones, ‘Promised land’, sería versionada por Elvis y daría título a uno de los tres discos que salieron de las sesiones que el de Tupelo llevó adelante en los estudios Stax de Memphis en 1973) y al año siguiente el también contundente «Chuck Berry in London», en los que se mostró en plenitud de facultades, ratificando que su talento seguía incólume. Sorprendentemente, y al contrario que sus contemporáneos, Berry funcionó en disco sin necesidad de echar mano de los éxitos del pasado y en años sucesivos tuvo lugar un fenómeno curioso: hippies, rockeros y beats lo consideraron un ídolo, lo que le permitió mantener su carrera en directo sin contratiempos y sus temas, especialmente ‘Johnny B. Goode’, fueron versionados constantemente. En 1972 consiguió su mayor exito de todos los tiempos con la absurda ‘My ding-a-ling’. El resto de la década combinó discos irregulares con grabaciones en vivo.
En 1979 regresó a prisión, en esta ocasión por evasión de impuestos (¡ay, el dinero!), y fue como el final de una época. Decidió no grabar discos con temas nuevos y durante los ochenta casi se dedicó exclusivamente a lanzar álbumes registrados en directo, pues continuó actuando incansablemente, siempre mediante el habitual sistema de tocar con un grupo de la ciudad donde recalara (en España Mermelada llegaron a tocar con él). Pero ya parecía que todo le daba igual, no le importaba demasiado la calidad musical, se aferraba a la nostalgia, a su nombre de leyenda, y lo exprimía sin la menor consideración: llegaba, y solo tras cobrar, subía al escenario, tocaba y adiós. En las últimas décadas ha ido paseándose por el mundo como un tipo hosco y huraño, poco dado a la sonrisa, de carácter avinagrado y malas pulgas, esquivo. Llegó a acusar a Keith Richards de haberse aprovechado de él para lograr el éxito y en una ocasión incluso lo echó de un escenario y luego se lió a golpes con él.
Los lamentables problemas judiciales continuaron: en 1990 se enfrentó a una demanda colectiva impulsada por 59 mujeres acusándole de haber instalado cámaras ocultas en los lavabos de señoras de un restaurante que había adquirido en Wentzville, él alegó que eran para descubrir a un empleada que le robaba. Pero en una redada en su casa, se encontraron vídeos de mujeres en el baño, una de ellas menor. También se hallaron 63 gramos de marihuana. Para evitar la acusación de abuso infantil, Berry se declaró culpable por posesión de maría y se le condenó a seis meses de prisión y a mil horas de servicios a la comunidad. Su imagen salió muy erosionada de este episodio: para unos ha quedado como un entrañable voyeur, para otros como un guarrete viejo verde.
Aunque hace años escribió sus memorias, Chuck Berry sigue siendo un enigma, uno de los mayores del rock. Absolutamente refractario a las entrevistas, en 2010, con 83 años, se puso delante de la grabadora de Neil Strauss en una conversación (gran parte se recoge en el libro «Todos te quieren cuando estás muerto», Contra, 2012) en la que se mostró tan interesado por el sexo y las mujeres como siempre (algunos de sus chascarrillos son bastante sonrojantes) y donde, entre otras cosas, declaró que, siendo un millonario, él mismo corta el césped de su casa (¡siempre ahorrando!), también se considera «solo un tipo más» y aseguró que el rock and roll no lo inventó él, que fue cosa de Louis Jordan, Count Basie, Nat King Cole, Joe Turner, Muddy Waters, Frank Sinatra y Tommy Dorsey, es decir, recurrió a los músicos y vocalistas que adoraba de joven y que más le influyeron. Pero, tal vez, en las declaraciones donde más se retrató Berry fue en estas: «Yo juego a las tragaperras, hace dos días me llevé cuatro botes. Seguí sentado esperando a ver si conseguía el quinto. Si eso es avaricia, bueno, pues soy avaricioso. Cuando me pregunto si hay algo más grande que el público enloqueciendo durante un concierto. ¿Lo hay? Si es así, ¡quiero probarlo! Si eso es avaricia, sí, soy un poco avaricioso». Dinero y escenarios. Chuck Berry tal vez ejemplifica como pocos que los Genios (con mayúsculas) pueden tener las mismas debilidades que el común de los mortales, que todos a veces tocamos el oro, pero es frecuente que nos revolquemos en el fango. Nada de ello, en todo caso, debe ensombrecer la obra (finalmente es lo único que importa de un creador) de este titán del rock and roll.
Los cuatro primeros años de “El oro y el fango” se han recogido en un libro que solo se comercializa, en edición en papel, desde La Tienda de Efe Eme. Puedes adquirirlo desde este enlace (lo recibirás mediante mensajería y sin gastos de envío si resides en España/península).
–