“En algún momento de la historia del siglo pasado, la música popular dejó de ser entretenimiento para transformarse en Cultura, y para ello fueron esenciales las grabaciones fonográficas”
Frente al hecho inasible del directo, quedan las grabaciones sonoras, la obra que nos dejan los creadores musicales, la que permanece y a la que podemos recurrir cuando queramos.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Charlando con Juanjo Ordás, y como me tiene tomada la medida, me lanza un dardo que es como broma recurrente, pero esta vez, con agilidad, le ha dado la vuelta, lo que nos lleva a los directos. No puedo por menos que confesarle que, en realidad, no estoy demasiado dispuesto a pagar entrada por ver a nadie tocar en vivo. Y no es que sea un supertacañón, es que los directos me dan una pereza tremenda. De hecho, últimamente, si alguien insiste (mucho) en invitarme a un concierto acudo arrastrando cierto malestar, y por educación, por obligación, por no hacer un feo.
Entiendo, y Juanjo (que me comprende, pues le sucede algo similar) me lo recuerda, que desde sus orígenes —“en la cueva”, que diría Jorge Drexler—, la música era expresión espontánea, arte efímero que se interpretaba en directo. La misma tradición juglaresca sobre la que se sustenta la esencia canora europea consistía en ir de aquí para allá interpretando tonadas a cambio de monedas o comida. Claro, que no existían las grabaciones fonográficas, cabría añadir. Porque, ¿qué juglar del medievo se habría resistido a dejar para la posteridad testimonio grabado de su arte? Y a eso vamos: desde que existen los registros sonoros y posteriormente los discos, este ha sido el sistema para preservar la creación musical, para capturar algo tan extraordinariamente único como una voz humana cantando a su manera (fue el primer “instrumento” que se grabó). Alan Lomax recorrió el planeta intentado “cazar” a aquellos intérpretes de folk rural que preservaban la tradición oral para dejar registro, con la idea de que no se diluyeran definitivamente —como lágrimas en la lluvia, que diría el más famoso replicante que hemos conocido—.
El relato de la grabación sonora musical es un viaje que va desde los iniciales balbuceos técnicos completamente rudimentarios —grabando en directo, a una toma y en un espacio de tiempo limitado— hasta las megaproducciones del presente —en las que el corta/pega y el maquillaje desconocen fronteras—, en el que los creadores musicales han ido transformando su arte en eso que conocemos como “la obra”, similar a la literaria o cinematográfica. De ahí que, hace un tiempo, Diego A. Manrique se lamentara amargamente de la poca atención que se le presta en los medios de nuestro país a la creación discográfica, a solventar habitualmente en telegráficas reseñas que eluden el análisis riguroso con el que se tratan otras manifestaciones artísticas o, en un deje inexplicablemente muy poco contemporáneo, cediendo más espacio, precisamente, a la crítica del más efímero y circunstancial directo.
Es cierto que el músico —y más en estos días— hace el grueso de la caja con el directo. Pero ese no deja de ser su problema. Charles Dickens vivía principalmente (y como una estrella) de las lecturas dramatizadas de su obra, pero lo que ha pervivido hasta nosotros son, precisamente, sus escritos, esas mismas obras fijadas en papel (hoy en incorpóreos bytes, tanto da). Con la música, lo mismo. Podemos ver miles de conciertos a lo largo de nuestra vida —tantos como partidos de fútbol o representaciones teatrales— y, más allá de lo que hayamos registrado con el móvil si somos proclives a tan funesta tendencia, estos no dejarán de ser un recuerdo, cada vez más fugaz, más desvaído, más distorsionado por nuestra propia y traicionera memoria. Mientras que los discos permanecen inalterables: los pones (o los seleccionas en un reproductor online) y aunque la memoria pueda trasladarte al tiempo en que escuchaste esa obra por vez primera, no hay distorsión: lo que estás oyendo es la misma grabación que el artista fijó para que superara el paso del tiempo (vale, quizá solo lo hizo por ganarse unos euros o porque no le quedaba otro remedio, pero tampoco es nuestro problema), tal y como la concibió dados los condicionantes técnicos y económicos que le rodearon. Pero, nos pongamos como nos pongamos, la obra es esa. No hay otra.
Lo de asistir a un concierto, por emocionante que pueda resultar la experiencia (y en esta misma sección, a propósito de los Rolling Stones, ya comenté con cierta ironía lo incómodo que pueden resultar algunos; y me cayeron hostias cibernéticas desde medio planeta por ello, así que no reincidiré) nos aproxima al entretenimiento juglaresco. Pero es que en algún momento de la historia del siglo pasado, la música popular dejó de ser entretenimiento para transformarse en Cultura, y para ello fueron esenciales las grabaciones fonográficas, que dotaron de entidad y corpus al hasta entonces inasible hecho musical. Es indudable que al ministro Wert lo de que la música es cultura se la trae bastante al viento. Pero esa, créanme, es otra batalla. Y Wert, dentro de algún un tiempo, para la mayoría de nosotros no será ni la sombra difuminada de un recuerdo. Mientras que los discos, las grabaciones, seguirán ahí, vivas, haciéndonos felices.
–
Anterior entrega de El oro y el fango: El lujo no es para oyentes pobres.