«Internet es como la biblioteca de Alejandría multiplicada por mil millones, y justo no está lo que tú buscas, ¡pues vaya gracia! Pero es que nos hemos habituado con demasiada rapidez a la vida fácil, a lo cómodo, a lo bueno»
De cómo internet nos facilita la vida y lo rápido que nos hemos habituado a tener lo que queremos en segundos, va esta entrega de El oro y el fango. Por Juan Puchades.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Nos pasamos el día conectados a internet, trabajando, resolviendo gestiones, comunicándonos, dedicándole gran parte de nuestro tiempo de ocio. De manera natural buscamos cualquier cosa en Google y, en segundos, encontramos respuesta, vemos vídeos y, por supuesto, oímos música, de hecho es la manera natural en la que ahora mismo se difunde la música… La nueva y la vieja: si pensamos en una canción rara, de esas que sabemos que Spotify no tendrá ni idea, la buscamos y, alehop, lo más probable es que algún alma caritativa de algún rincón del planeta haya perdido el tiempo digitalizándola de un viejo vinilo y preparando luego un torpe y feo vídeo casero con el que «ilustrarla», según su particular concepto de la estética, y compartirla con nosotros.
Adoro esos vídeos, son como las viejas casetes de carretera, totalmente lamentables, pero irresistibles en su apariencia: que la letra dice la perdí una tarde de lluvia mientras la veía alejarse desde mi ventana, pues el artista aficionado ha buscado fotos (supongo que echando mano de Google, en pleno proceso de retroalimentación) de un atardecer, una muchacha que camina y, por último, una vieja ventana… Casi siempre con un tono almibarado tan pegajoso que no puedo resistirme a contemplarlo mientras pienso en lo hortera que puede llegar a ser la gente. Y si además ha tenido a bien dejarle un mensaje sentimental a su chica o chico, aquello ya adquiere unos tintes enternecedores que dan la risa. Pero, ¡cuidado!, con respeto, que el videoaficionado me ha hecho un favor tremendo al dejarme escuchar la canción en cuestión, en segundos, y sin tener que levantarme a buscarla, si es que la tengo en casa. Y si se trata de algo raro que me apetecía mucho localizar y que no tengo, el agradecimiento será doble, pero si además ha sido cuidadoso y ha incluido datos correctos como año de grabación o autores, aquello es para no olvidarlo.
Ya me he desviado del tema, porque quería referirme a la vida fácil a la que nos hemos acostumbrado, a ese darle al teclado y al ratón (o a los dedos pulgar, índice y corazón en caso de pantallas táctiles) y encontrar con rapidez lo que buscamos, justo lo que necesitamos en ese momento, lo que nos pide el cuerpo o lo que necesitamos para el trabajo. Pero esto es como el mando a distancia de la tele, ¿alguien recuerda cuando no existía? Sí, claro, cuando se agotan las pilas y no tenemos a mano otras de repuesto. Entonces viajamos en el tiempo hasta nuestra propia prehistoria, cuando tus padres te decían aquello de «niño, cambia de canal» o «anda, hijo, sube el volumen de la tele, que no la oigo». Qué vidas aquellas, qué ajetreo por la salita de casa. ¡Y menos mal que no había más que dos canales! Pues con internet, lo mismo, pero en plan sofisticado. Y no, no me refiero al dramón monumental de quedarte sin conexión (y comprobar que los insolidarios de tus vecinos tienen las suyas protegidas por contraseñas. Justo como tú, pero ellos, precisamente ellos, son unos cabronazos sin igual: si ya se les ve venir cuando te los cruzas en el ascensor o en las reuniones de copropietarios. Unos gañanes, eso son. Y seguro que, para más coña, votan al PP), sino a algo más desesperante: no dar con lo que buscas. Entonces, ante tamaña contrariedad y arbitrariedad humana, sale lo peor que llevas dentro: ¡¿para qué sirven San Google o Santa Wikipedia si no te pueden ofrecer un miserable dato de Argentina Coral?! ¡¿Pero esto qué es?! Por no hablar de Youtube, ¿cómo es posible que nadie en el planeta Tierra haya tenido a bien subir la versión original, con sonido decente, del ‘Rumble’ de Link Wray? ¡¿Es que acaso estoy solo en el mundo?!, te preguntas no sin cierta razón, sobre todo porque sostienes la teoría de que siempre hay un japonés aficionado a cada cosa que se nos pueda ocurrir. Pero no. Ahí te quedas, con tu desazón, pensando que tu ocasional par japonés no es aficionado (igual que tú mismo, que en eso también coincidís) a subir vídeos a Youtube. Desesperante.
Internet es como la biblioteca de Alejandría multiplicada por mil millones, y justo no está lo que tú buscas, ¡pues vaya gracia! Pero es que nos hemos habituado con demasiada rapidez a la vida fácil, a lo cómodo, a lo bueno. Es como en la vida real, cuando los neoliberales (antes neocon) andan empeñados en darnos por el culo tras años de vivir felizmente descerebrados y sin ideología, pensando que todos son iguales (y la mayoría de ellos lo son, ciertamente) y que a nosotros ni nos iba ni nos venía lo que decidieran: mientras tuviéramos curro, dinero para pagar la hipoteca, los dos coches y un par de viajes al año, ya íbamos bien. Pero un día te das cuenta de que la fiesta se ha terminado y que no eres más que un pringado, un trabajador al que han decidido metérsela doblada y comienzas a sentir que te sale por la garganta, casi como si fueras chino. Son los efectos colaterales de la vida fácil. En todo caso, me he vuelto a desviar del tema, porque a dónde quería llegar era a que en esos momentos en los que internet no me da lo que quiero, recuerdo los días de adolescencia y juventud, cuando no tenías nada de todo esto a tu alcance e, incluso, llegabas a comprarte discos a ciegas, sin haberlos oído, solo porque te parecía necesario escuchar a ese rockero del que no sabías nada pero que parecía eslabón esencial de la cadena, o porque uno de tus críticos favoritos había firmado una excelente crítica del mismo o porque te habían llegado al alma las declaraciones de un músico en una entrevista que habías leído en tu revista musical habitual. Te fiabas, te dejabas llevar, apostabas a cara o cruz. Te la jugabas. Entonces la vida no era tan fácil. Tampoco es que fuera mejor, ni muchísimo menos, que conste.
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Anterior entrega de El oro y el fango: El cedé ha muerto, ¡viva el cedé!