«Compartir vehículo privado no es ninguna novedad, sucedía a escala ínfima y entre conocidos; ahora, Uber y Blablacar lo ponen al alcance de cualquiera. Con los discos, lo mismo: la copia privada física circulaba persona a persona; las webs de descargas facilitan que millones de usuarios accedan a ellas»
Juan Puchades observa paralelismos entre la aparición de aplicaciones como Uber, que afecta a los taxis, y la piratería digital cultural: ambas son resultado de las nuevas tecnologías y sus consecuencia en ambos sectores pueden ser similares.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Parece que el refrán «Cuando veas las barbas de tu vecino pelar, pon las tuyas a remojar» se remonta al siglo XV, pero ahora, en el XXI, nos viene al pelo (nunca mejor dicho) para comprender lo irónica que resulta nuestra vida en tiempos de comunicaciones digitales de bolsillo. Porque, quién le iba a decir a los taxistas que una aplicación de telefonía podría erosionar su negocio. Seguramente nadie, eso solo le pasaba a los de los discos, las pelis, las series, los videojuegos, los libros… Pero, ¿a un taxista? ¡Anda ya! Pues parece que Uber (y DJump, Taxipal o Taxify, y las que llegarán) ha venido a tocarles los taxímetros. Y el fenómeno no ha hecho más que despegar.
En la última década, la sociedad ha asistido impasible a la devastación de sectores culturales y de entretenimiento, y a la consiguiente pérdida de miles de puestos de trabajo asociados a ellos, esgrimiendo la excusa de que no es ilegal compartir archivos y que los afectados tenían que adaptarse a los tiempos, enarbolando la tan manida bandera discursiva de la necesidad de buscarse un nuevo modelo de negocio. Y es que somos así, mientras pillemos lo que deseamos más barato, o gratis, pensar que perjudicamos al prójimo como que no, que se apañe, que espabile, que se busque la vida, que gana mucho dinero, que los discos son muy caros y qué daño hago yo bajándome un álbum o todas las temporadas de «Breaking bad»… En ocasiones, he oído argumentaciones de este tipo en boca de algunos taxistas, y las pocas veces que he tratado de dialogar mostrando otro punto de vista ha sido en vano: en estos asuntos todo el mundo se ha cargado de razones con las que justificar su comportamiento. Y vale para un taxista, un fontanero, un panadero, un periodista o un profesor de matemáticas.
Y en eso que desembarca Uber, una aplicación que permite el transporte urbano entre particulares a bajo coste (¡el taxi es muy caro!, exclamarán los usuarios que recurren a ella, lo mismo que se dice de los productos culturales), y que se define como «un modelo de negocio que actúa en beneficio del usuario». ¿Nos suena? Va a ser que sí. Y similar a Uber (que por el momento en España solo opera en Barcelona) es Blablacar, que sirve para compartir vehículo privado entre viajeros que se dirigen a una misma ciudad, y que ha encendido las alarmas en el sector del transporte en autobús, que considera este sistema «competencia ilegal» (lo que otros definen como piratería o descargas ilegales…).
El Gobierno español no lo ve nada claro y amenaza con sanciones, mientras que la comisaria europea de Agenda Digital (tal cargo existe) asegura que Uber (no hay que perderse el dato: empresa fundada hace cuatro años y cuyo valor se estima ya en más de trece mil millones de euros) no es el enemigo de los taxistas (parece que su amigo, precisamente, tampoco). Se intuye batalla. Por el momento los taxistas de algunas ciudades europeas han ido a la huelga, y Uber ha contraatacado bajando tarifas y viendo como aumenta exponencialmente el número de descargas de su aplicación. Vamos, que sus propietarios están encantados, y además les están haciendo la campaña de publicidad gratis.
En esencia, la llegada a nuestros móviles de estas nuevas aplicaciones no dista mucho de lo acaecido con los cedés y los deuvedés: compartir vehículo privado no es ninguna novedad, la diferencia estriba en que hasta el momento sucedía a escala ínfima y entre conocidos; ahora, Uber y Blablacar lo ponen al alcance de cualquiera. Con los discos, lo mismo: la copia privada física (casete, vhs, deuvedé, cedé) circulaba persona a persona entre conocidos; las webs de descargas facilitan que millones de usuarios accedan a ellas.
Hay más similitudes: Uber gana dinero con el servicio que ofrece a sus usuarios, pero, técnicamente, se mantiene al margen y desconoce (tampoco le importa, imagino) si los conductores de esos vehículos pagan impuestos o no: su negocio no es el transporte de viajeros, solo ofrece una tecnología que conecta a usuarios y proveedores de un servicio y cobra por ello. Las webs de descargas y las de alojamiento ganan dinero con la publicidad, y son los usuarios quienes suben los archivos y comparten links (en esencia, lo mismo). Incluso, yendo un poco más atrás, todo esto recuerda al funcionamiento del top manta: en pequeñas factorías ilegales se fabrican discos (papel que cumpliría Uber ofreciendo la tecnología, aunque en su caso de forma legal) que gente necesitada vende en las esquinas para intentar subsistir (el conductor del vehículo contratado).
En esta lucha ante el avance de nuevas soluciones que ponen en cuestión los modelos que damos por establecidos, los taxistas y los autobuseros cuentan con una ventaja: pueden paralizar ciudades y comunicaciones viarias. Los de los discos, los videojuegos, los deuvedés y los libros pueden pegarle fuego a sus almacenes con los stocks invendidos, pero aunque vistoso, no es lo mismo. Unos y otros observan cómo su negocio se deteriora, el dinero no acaba en sus manos y no pueden frenar algo que escapa a su control y que en forma de descargas o contactos privados fluye por la red (los operadores de telefonía son los que siempre ganan en este juego: de ellos es el presente).
Utilizo ocasionalmente el taxi y me parece un medio de transporte estupendo y un servicio público (así hay que considerarlo) necesario que, mientras pueda, seguiré empleando y su modelo de negocio lo considero de lo más correcto. También conozco a algunos taxistas y sé que las pasan putas para ganarse el sueldo. Lo mismo ocurre con los discos, los libros y los deuvedés: acepto el modelo de negocio, seguiré pagando por ellos y he conocido a decenas de trabajadores (nada rutilantes, no se piensen: administrativos, técnicos en los oficios más variados, comerciales, expertos en promoción) que se han quedado en la calle en un goteo incesante a lo largo de estos años: se estima que las descargas ilegales impiden la creación de unos 26.000 empleos anuales en la industria cultural.
Pero no queda otra que asumir que todo cambia y evoluciona y que alguien, ahora mismo, en algún lugar del planeta está diseñando una nueva aplicación que, ajustada a la legalidad o no, próximamente hará tambalearse a algún sector económico, profesional o industrial (incluso la todopoderosa banca está preocupada ante la proliferación de servicios monetarios a bajo coste en internet, que pueden marginarla en un hasta ahora intocable negocio en el que ella fijaba las reglas). Así que las barbas (tan de moda últimamente: Guillette ya no es lo mejor para el hombre) quizá lo mejor sea ponerlas en remojo. Por lo que pueda depararnos el futuro inmediato, que nunca se sabe.
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Anterior entrega de El oro y el fango: El crowdfunding o la lucha por la supervivencia.