“Sentimos una punzada de vergüenza al comprobar que fallecidos como Paco de Lucía o Peret son recordados en la fiesta anual del cine pero no pueden serlo en la del arte que los hizo grandes”
Semana de premios, y es que la celebración de los Goya y los Grammy recuerda que la música española sigue sin sus Premios. Lo que, según Juan Puchades, contribuye a su irrelevancia.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Las galas de entrega de premios, por lo general, no resultan espectáculos particularmente gratificantes: tienden al edulcorante y al humor fácil en las presentaciones, al sentimentalismo lacrimógeno de los galadornados, da un poco de grima ver que el personal se viste como para la boda de su prima la del pueblo, se exceden en minutaje hasta agotar la paciencia del espectador. Sin embargo, funcionan como formato televisivo y, sobre todo, como escaparate con el que el gremio que las celebra consigue rascar presencia mediática. Los del cine lo saben bien, y ahí están las galas de los Goya: entregando un objeto tan horripilante como el cabezón del genial pintor zaragozano (y anda que no está traído por los pelos lo de ponerle su nombre a unos premios cinematográficos) han logrado, año tras año, consolidar sus entregas de premios como un acontecimiento cultural de primer orden. Ante el que no podemos más que quitarnos el imaginario sombrero e inclinar el tronco en señal de reconocimiento. Sobre todo porque si miramos hacia la música, se nos caen los bemoles al suelo.
Premios musicales hay muchos (independientes, de directo, de medios…), pero hay que recordar que, entre 1997 y 2011, se entregaban los más importantes, los (aparentemente) esenciales: los Premios de la Música, de la Academia de las Artes y las Ciencias de la Música (si hoy alguien sabe de su existencia, que dé un paso al frente). No eran los mejores imaginables, y parecía que cierta inercia (indulgencia o desconocimiento) obligaba a los “académicos” a reafirmar en su condición de triunfador al que más vendía, agasajándolo con una lluvia de premios (recuerdo a unos Amaral, gente sensata y discreta, en sus días de mayores ventas, algo abrumados en una de las ediciones tras subir por enésima vez a por una estatuilla, como asumiendo el exceso y absurdo de aquello). Pero, oiga, mejor eso que nada. Porque nada es exactamente lo que tiene la música desde que en 2012 SGAE decidiera suspender los premios dada la truculenta deriva judicial que emprendió la sociedad de gestión de derechos, organizadora de los Premios junto con AIE (recordemos que la Academia nadie sabe muy bien qué es). Se adujo por entonces que se trataba de una medida transitoria y que el plan era relanzar los Premios y transformarlos en algo semejante a los Grammy, potenciando una Academia que integrara “a todos los estamentos de la música”. Tres años después (cuatro desde la última convocatoria/ceremonia), si te he visto, no me acuerdo.
La idea, dada la coyuntura, era buena: abrir un paréntesis y reorganizar los Premios con una Academia que fuera tal, no una figura retórica, que se asemejara de verdad a la del cine. Pero el lapso ha derivado en lo que tiene todos los visos de ser, en la práctica, un triste punto final que pareciera reflejo de la irrelevancia que la música ha ido adquiriendo en nuestro país en los últimos años: cuando se habla de cultura, siempre queda al margen; los lanzamientos semanales no son recogidos ni atendidos por medios generalistas; no hay voces que generen opinión y calen en la sociedad. Mientras, sus principales referentes continúan yendo por libre y no parecen muy dispuestos a batallar por el gremio y ejercer de enganche social y corporativo (muchos, ya lo sabemos, siempre callan a la espera de lograr algunos bolos veraniegos bien pagados en pueblos en fiesta, sea cual sea el color del ayuntamiento de turno), la propia industria (grande y pequeña, es decir, dependiente o independiente) parece aquejada de un inexplicable complejo de inferioridad, como si hubiera asumido que lo ideal es transitar por este mundo cruel cuanto más de perfil mejor, quizá lamiéndose aún las heridas que la política omnímoda de la SGAE provocó en todo el sector, cuando el antaño gigante de los derechos de autor confundió pedagogía con espíritu sancionador y comunicación con voluntad recaudatoria. Entonces, como ahora, el grueso de los implicados permaneció en silencio, asistiendo impasible a un espectáculo dantesco de tintes suicidas. No vieron, o no quisieron ver, que las exequias arrastraban a la fosa a todo un sector cultural e industrial.
Pero si entonces resultó inexplicable, ahora es totalmente incompresible que artistas, compositores, músicos, productores, mánagers, agentes de contratación, discográficas e incluso prensa especializada no se pongan manos a la obra para tratar de levantar esa necesaria Academia y den forma a unos premios con sentido, que agrupen la música que se realiza en este país (llámenle España o Estado Sin Nombre, tanto da) en todos los ámbitos, del pop comercial a la clásica, sin complejos y, sobre todo, con fundamento (que las votaciones tengan sentido y, dada la magnitud de lanzamientos y disparidad de géneros, las realicen expertos en cada uno de ellos, así evitaríamos bochornos como los del pasado), tratando de reivindicar una de las disciplinas artísticas capitales de nuestra cultura, de las más exportables e inquietas y que supone un buen pedazo del PIB. Sin embargo, la música parece haber aceptado, sin presentar batalla, su condena al ostracismo. Entretanto, observaremos los Grammy con envidia y no entenderemos cómo los del cine español —con todo lo que les ha caído y lo beligerantes que se han mostrado defendiendo lo suyo (con razón)— se lo hacen tan rematadamente bien. Pero algunos sentiremos una punzada de vergüenza al comprobar que fallecidos como Paco de Lucía o Peret son recordados en la fiesta anual del cine pero no pueden serlo en la del arte que los hizo grandes. España es así, podríamos argüir. O la música española, que sería más correcto.
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