«Falta garra, falta intención, falta poesía, faltan relatos conmovedores, falta compromiso, falta sociedad civil real, faltan retratos y paisajes, falta lucidez»
La necesidad de cuidar lo que se canta (las letras de las canciones), y el escaso nivel de la letrística española son el argumento de esta nueva entrega de El oro y el fango. Por Juan Puchades.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Si a un cantautor al uso (de aquellos clásicos que nos vienen a la cabeza al citar tal denominación), le preguntáramos qué importancia le concede a la letra de una canción, muy probablemente nos diría que alrededor del setenta por ciento de la misma. Si, por el contrario, la pregunta se la realizáramos a un músico (pero músico-músico, no a un cantante) de pop, casi que con toda seguridad los porcentajes se invertirían y la letra pasaría a significar un treinta por ciento. Sin embargo, siendo razonables, y pensando que una canción es letra y música, lo justo es que los valores fueran del cincuenta por ciento, mitad para música, mitad para letra, aunque posteriormente, a la hora de vestir «musicalmente» la canción para grabarla, lo musical requiera de la mayor parte del trabajo. Pero con la canción desnuda, en su composición básica (en su peso escurrido, como en las latas de conserva), llegaríamos a la conclusión de que tan importante es la palabra como la música.
Eso, a lo largo de la historia de la música popular, lo han sabido infinidad de creadores, de los pop Leiber y Stoller (el primero con las letras, el segundo con la música) a nuestros autóctonos y copleros Quintero, León y Quiroga (Antonio Quintero era el que daba forma a las palabras), pasando por rockeros como Elton John, quien seguro de su incapacidad poética firmó (en ocasiones sigue recurriendo a él) sus más celebradas canciones junto al letrista Bernie Taupin. Ejemplos que vienen a ratificar el castizo dicho popular de zapatero a tus zapatos. O lo que es lo mismo, músico, a tu música, que puedes ser un gran compositor (en inglés, el «composer» es el encargado de la parte musical) pero puede que lo de juntar palabras para transmitir algo con ellas no sea lo tuyo. En el cine o en los cómics sucede lo mismo, el guionista no tiene por qué ser, necesariamente, el director o el dibujante. Sin embargo, ay, cuánto buen ritmo y melodía quedan en nada debido a que su compositor se ha empeñado en contar la suya… y la suya puede ser un abominable lugar común, unos versos sonrojantes o unas rimas patéticas. Pero el ego del artista (en alguna ocasión hablaremos de él, de ese monstruo gigantesco que atenaza la mente del creador hasta trasladarlo fuera de la realidad, a una galaxia desconocida que lleva su propio nombre) suele ser cegador, lo que provoca que este sea poco consciente de sus limitaciones y, perdida la mínima y necesaria perspectiva, viva ajeno por completo al sentido del ridículo.
En el pop español actual, la figura del letrista profesional prácticamente no existe. No hay un par, digamos, del italiano Mogol, alguien con entidad suficiente y especializado en firmar textos personales con los que acompañar músicas ajenas. Y es una pena, porque a tenor de lo que nos echamos a los oídos, haría mucha falta. Sí, porque el nivel de la letrística local anda, por lo general, bien bajo, con textos que repiten mil veces la misma insulsa historia: de nocturnidades urbanas, de amores o desamores, de insatisfacciones de eternos «peterpanes» anclados para siempre en urgencias y sentires adolescentes. Falta garra, falta intención, falta poesía, faltan relatos conmovedores, falta compromiso, falta sociedad civil real, faltan retratos y paisajes, falta lucidez, faltan versos que trasciendan… Son los cantautores (regresamos al principio) los que, mejor o peor, mantienen el pulso. Pero en el rock y en el pop hay un exceso de complacencia, de dar por bueno lo que no es más que mediocridad.
Hace unos meses, en la sección «Operación rescate» de esta misma publicación, relataba cómo maravilla escuchar las primeras obras de Joan Manuel Serrat, pensar en los veintipocos años que tenía cuando las escribió y echar cuentas de la edad de muchos de nuestros compositores actuales: a su lado son niños de primaria sin la menor idea de la vida y de la cultura. Y recordemos que Serrat, aunque encuadrado como cantautor, no dejaba de tener una orientación netamente pop, lo mismo que, pongamos por caso, Aute. Como pop es la de Quique González o Nacho Vegas, por viajar hasta el presente y a dos ejemplos de gentes cuidadosas con la palabra, como pop es la de Rodrigo García o José María Guzmán, como popular (a él lo de pop le queda cual traje demasiado ceñido) es la de Santiago Auserón, compositores preocupados por lo que cuentan y por cómo lo cuentan. Sin duda hacen falta más Juan Mari Montes en el pop español, el único letrista profesional que me viene a la cabeza, o más Sergio Makaroff, autor de temas propios y brillante letrista ocasional para amigos y conocidos; creadores ambos que saben de la importancia de lo cantado y, por tanto, de lo que se narra.
Parece que estemos condenados a conformarnos con músicos que sí, han escuchado muchos discos, los han analizado al detalle en aspectos sonoros y son capaces de emularlos con pericia sustentados en su buen oído y en su capacidad para pergeñar imaginativos ritmos y melodías, pero, ay, son un desastre manifiesto a la hora de escribir la letra de un tema y, sin embargo, ahí siguen, canción tras canción, empeñados en abortarlas con sus textos tontorrones, convencidos o bien de que la letra no importa mucho o de que mejor que ellos no lo hará nadie. Mientras, los oyentes seguiremos bostezando.
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Anterior entrega de El oro y el fango: El mapa del tesoro Beatle.