«Contemplar la enfermedad del artista en todo su esplendor, como cuando el pavo despliega su plumaje, es algo impagable, es vislumbrar los vericuetos del trastorno que provoca la fama»
Juan Puchades asegura que hay una «enfermedad del artista», una dolencia producto del éxito y la fama que parece volver tontos a quienes la padecen.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Charlando con un viejo músico, ya de vueltas de todo, me comenta de un grupo que siempre ha tenido el ego muy alto, que ha vivido entre la estratosfera y la fantasía. Le respondo que tampoco pasa nada, que es normal: es la enfermedad del artista. Y confirma que sí, que tal mal existe. Y pone un ejemplo esclarecedor: para un programa de televisión, unos días antes, le han mostrado unos vídeos suyos de archivo: «¿te puedes creer que no me reconocía? Decía unas cosas completamente locas: que si voy a grabar con este, que en Europa y América triunfo más que nadie, que si soy esto y lo otro, que mi próximo disco será así y asá. ¡Ese no soy yo! ¡Yo nunca he hablado así! Vamos, de mí no salían esas cosas, yo siempre he sido una persona muy normal. Imagino que en la discográfica me dirían que dijera todo eso, porque por mí, nunca, nunca». Me callo. No le digo que él, ahora, hombre sabio por los años y lo vivido, es capaz de apreciar la enfermedad del artista, pero que muy probablemente, en sus días de gloria, la padeció sin ser consciente de ello. Porque ese es uno de sus síntomas: los que la sufren creen que lo suyo es de lo más natural y ni se les pasa por la cabeza que puedan estar aquejados de tal dolencia. Afortunadamente, mi interlocutor hace años que se curó.
Esa misma noche, haciendo zaping, doy con un reportaje sobre la nueva película de un reconocido director español. Me quedo fascinado y soy incapaz de apartar la vista de la pantalla, absolutamente atrapado, como abducido: me da la sensación de que el cineasta no solo está encantado de haberse conocido, sino que lo está también de escucharse, se llena con sus propias palabras, se recrea en ellas, las goza con alborozo. Lo suyo es el más claro exponente del culto a la propia persona. Y ante tamaño espectáculo humano, caigo rendido, no puedo evitarlo. Para colmo, un veterano crítico cinematográfico lo entrevista con sonrisa de oreja a oreja, feliz de haber sido el escogido para ejercer de transmisor de la divina palabra del todopoderoso dios de la cámara. Muero de vergüenza ajena ante tanto dislate, pero sigo adelante, disfrutando del cruel espectáculo. Por si no hubiera bastante, los protagonistas de la película se suman al desvarío y tienen a bien compartir con nosotros los secretillos del rodaje junto a tan excepcional genio, pleno de chispa y talento sin fin, por supuesto. Con él han aprendido lo que no está escrito, claro que sí. ¡Qué suerte haber sido los elegidos! Estoy obnubilado, tanto que acaba el reportaje y descubro que, cual yonqui catódico, quiero más, el esperpento brindado ha sido tan prodigioso que necesito una dosis mayor. Tengo que pegarme un par de guantazos para salir de ese estado casi catatónico. Y es que contemplar la enfermedad del artista en todo su esplendor, como cuando el pavo despliega su plumaje, es algo impagable, es vislumbrar los vericuetos mentales del trastorno que provoca la fama.
La mañana siguiente, me telefonea un rockero de postín, y hablando de esto y aquello, me cuenta que cuando meses atrás se vio en un complicado brete personal, otro rockero (conocido de ambos, que amigos los justos), tras contarle por lo que estaba pasando, tuvo una salida verbal antológica, completamente fuera de tono, de una grosería mayúscula. De aquellas que ni el hecho de saber que el hombre no tiene las neuronas muy en el sitio, justifica. El exabrupto es reflejo, por supuesto, de la enfermedad del artista: solo importo yo y mis circunstancias, el mundo puede caer a pedazos, que me da lo mismo.
Esta dolencia se amaga tras la fama y el éxito y consiste en todo aquello que puedas imaginar: en saberte admirado y deseado y considerarte un ser excepcional, un triunfador, en estar acostumbrado a que todo el mundo te ría las gracias, te diga que sí y te facilite cualquier paso que tengas que dar, por nimio que sea. En definitiva, en vivir fuera de la realidad, atenazado por un ego colosal (alimentado por la popularidad) que te provoca una clara incapacidad para entender o escuchar a los demás, pues vives en un permanente yo: todo se canaliza y filtra mediante tu propia visión unipersonal del mundo. Los que padecen este mal, suelen ser insolidarios, infantiles, celosos y envidiosos, aunque en público tratan de disimularlo e incluso pretenden pasar por lo contrario.
La enfermedad, en cualquier caso, remite de forma espontánea cuando el éxito castiga un poco: cuando este decrece o se esfuma y la realidad muestra su sucia cara, suele reaparecer el ciudadano de a pie, y con suerte, si el afectado es inteligente y persona cabal, sea como sea el futuro, no volverá a caer en las garras de la enfermedad. Aunque otros, tan tocados están, nunca podrán recomponer las naves mentales rotas, y flotaran de por vida en una burbuja de delirio.
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Anterior entrega de El oro y el fango: Las canciones (y sus mensajes) permanecen.