«En los últimos años, y cada vez más, se observa una tendencia a la contención, a regresar a los viejos cuarenta minutos y a las diez canciones»
Juan Puchades comenta el regreso de los álbumes a las duraciones que en su momento establecieron los viejos long plays y que con la llegada del cedé saltaron por el aire.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Cuando en 1949 comenzaron a fabricarse los primeros long plays, los principales beneficiados fueron los músicos de jazz, que podían dejar atrás las limitaciones que imponían los singles y epés y desarrollar temas de más extensión, más próximos a las improvisaciones que ofrecían en directo. La revolución en el género fue lenta pero completa. Sin embargo, en el rock, el nuevo formato, y durante unos cuantos años, solo se empleó para agrupar temas publicados previamente en singles. Es decir, ejercían, básicamente, de recopilatorios de canciones. Los Beatles fueron de los primeros en trabajar pensando directamente en elepés, con «Revolver», de 1966, como momento culminante, desarrollando un todo que incluía el diseño de la cubierta.
Desde ahí, el elepé, el álbum, acabó por convertirse en el formato propio del rock, con los discos grandes desbancando a los pequeños en las preferencias de los aficionados: el que compraba álbumes era el que sabía de qué iba la cosa, el que estaba en el rollo y amaba de verdad el rock, mientras que el comprador de singles era el que únicamente quería los temas comerciales, los éxitos que sonaban en la radio. En la práctica, los motivos para adquirir un formato u otro no eran tan simplistas y, más allá de tu pasión musical, también entraban en juego los estratos sociales: los long plays eran mucho más caros que los singles, así que los pobres se contentaban con los singles o con algún álbum cada tanto.
En lo estrictamente musical, el nuevo formato permitía alargar los temas, no ceñirse a los algo más de tres minutos que entraban en cada cara de un single, así comenzaron a proliferar las canciones que franqueaban la barrera de los cuatro o cinco minutos, algunas podían llegar a los siete (lo que se consideraba la leche del rockerismo avanzado)… Fueron días de gloria para los grupos sinfónicos, los progresivos y los hard rock, que podían elaborar largos desarrollos instrumentales o perderse en solos (que eran la releche del rockerismo avanzado elevado al cubo), según las preferencias de cada cual. Lo que no variaba en exceso era la duración de cada cara: veinte minutos era el tiempo ideal, con unos cuarenta en total por álbum. Se podía ir más allá, pero suponía correr el riesgo de que, al estrechar los surcos, la aguja no pudiera penetrar correctamente en ellos y saltara (un asco). De ese modo, quedó establecido que los elepés debían oscilar entre los cuarenta y los cuarenta y cinco minutos, fijando en diez o doce temas de duración estándar el número habitual de canciones que los configuraban. Más duración o temas se reservaban para despachar un doble.
Con la llegada del cedé se podían alcanzar los setenta minutos sin problemas, incluso los ochenta. Así, y principalmente desde la segunda mitad de los años noventa, comenzaron a proliferar discos con catorce, dieciséis o ¡veinte temas! Como todo, acabamos por asumirlo, lo metabolizamos y lo vivimos como algo normal. Sin embargo, siempre fui de los que pensó que los cuarenta o cuarenta y cinco minutos y la decena o docena de temas era una buena medida, la justa, la ideal para los álbumes. En extensiones mayores comprobábamos cómo algunas canciones perfectamente podían haber quedado fuera, que nadie las habría echado de menos (en su momento se reservaban para caras B de singles y su destino final eran los álbumes de rarezas), y el disco, en conjunto, habría mejorado, porque no hay duda que tres o cuatro canciones flojas bajan el tanteo final de un álbum: de una puntuación de diez se puede descender a un correcto seis por culpa de algunas canciones no demasiado logradas, escasamente intensas o emocionantes, incluso abiertamente aburridas.
Afortunadamente, en los últimos años, y cada vez más, se observa una tendencia a la contención, a regresar a los viejos cuarenta minutos y a las diez canciones. Las razones son de índole práctica y, principalmente, dos: en estos tiempos de saturación se ha constatado que la gente no quiere o no puede dedicarle una hora de atención a un disco (al margen de que se imponen de nuevo las canciones sueltas); y en segundo lugar, hay que acortar los plazos entre disco y disco, con lo cual conviene reservar temas para el siguiente. Se acabaron los tiempos de dejar pasar dos, tres o cuatro años entre cada trabajo: como no seas una vaca sagrada, no puedes permitirte ese ritmo (ese lujo), tienes que estar en activo porque has de salir a la carretera a tocar, y para ello necesitas un disco nuevo que justifique una gira. Ahora todo sucede muy rápido y cada poco has de intentar situarte en el centro de la pista de baile para que el público no te olvide, y la obra nueva es esencial.
Finalmente, unas decisiones u otras solo dependen de las necesidades del mercado, que es el que dicta cómo han de ser las cosas (en el mundo del libro, por ejemplo, no es casual que esté establecido que un best seller no debe bajar de las seiscientas páginas: se destinan a lectores que solo adquieren entre tres y cuatro libros anuales, y han de «durar», aun a costa de inflar innecesariamente la narración), pero personalmente estoy encantado, prefiero discos condensados, que solo ofrezcan lo mejor de ese momento, sin rellenos ni temas menores. Porque no hay que confundir cantidad con calidad. No sé si el tamaño importa, pero, sin duda, la extensión, sí. En los discos así es.
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Anterior entrega de El oro y el fango: “En cinco años, todos calvos”