«Entiendo que este artículo es muy poco gremialista, pero algunos (muchos, afortunadamente) jamás hemos criticado un disco o un libro o hemos entrevistado a alguien sin antes haber leído u oído a fondo y con atención el libro o disco en cuestión»
Juan Puchades, mediante anécdotas propias, lamenta cómo se resuelven, en ocasiones, las entrevistas promocionales. Llegando a la conclusión de que estar de promoción no es una tarea gratificante.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
Desde hace unos meses, y utilizando el símil taurino de la canción de CRAG ‘Señora Azul’, me he visto abocado al otro lado de la barrera, a la arena: de ser quien realiza las preguntas he pasado a ser el que las responde. Vamos, que he estado «de promoción»; con un libro biográfico sobre Peret, para más señas. Situación que, lejos de alegrarme, me ha provocado algunos dolores de cabeza y con frecuencia una cierta sensación de desconsuelo e impotencia. Pocas veces me he sentido tan próximo y solidario con los músicos que habitualmente entrevisto.
Hace algunos años, alguien me comentó que en una reunión con un músico salió mi nombre durante la conversación y que éste le dijo algo así como «es bueno, lo respeto, se nota que escucha los discos antes de escribir de ellos». Aquello, más allá del halago, me pareció que escondía una maldad de músico, poco más (los músicos tienen las suyas, como los críticos las nuestras, y supongo que los fontaneros las suyas. El mundo es así). Pero, ingenuo como soy, pensé «¡¿quién no se escucha un disco antes de criticarlo o de hacer una entrevista?! ¡Ja! ¡Venga ya!». Si traigo a colación la anécdota es porque, metido en harina promocional, me he llevado sorpresas mayúsculas que me la han recordado:
He deambulado por solitarios estudios radiofónicos locales (los llamados desde Madrid «de provincias») para entrar en directo en espacios de ámbito nacional y comprobar, ya en antena, que el entrevistador, en un programa musical, ¡únicamente había leído el prólogo! ¡El prólogo! Fue tan obvio que un amigo que lo estaba oyendo me envió un mail: «Joder, cómo se ha notado que X no ha pasado del prólogo.» Como eres educado, no le dices nada, y eso que sabes que el buen hombre había recibido el libro dos meses antes…
En programas de los llamados «generalistas» he respondido a las mismas preguntas una y otra vez (producto de la pereza intelectual y de recurrir a lo ya publicado o emitido en otros medios) y las únicas originales correspondían al lugar donde el azar hubiera hecho que el dedo del redactor se detuviera: pues solo habían hojeado el libro.
Un periodista de un medio escrito me persiguió infatigablemente durante varios días (dejándome inacabables mensajes en el contestador) hasta que quedamos a una hora y un día. Eso sí, previamente (sincero él) me explicó que había hecho una lectura «en diagonal»; eufemismo con el que decir que había ido pasando páginas para ver qué le llamaba la atención. Al menos fue honesto. En el día y la hora fijados, no telefoneó. Y hasta hoy.
Un reputado periodista especializado en música me entrevistó durante una hora dándole vueltas exclusivamente al único capítulo que había leído (era demasiado evidente lo suyo), el que creía más polémico. Como no se había tomado la molestia de leer nada más, en su artículo metió la pata hasta el fondo al definir una determinada técnica del biografiado. El ridículo fue para él, que era quien firmaba.
He tenido que explicar, en un cuestionario por escrito, y se supone que a un licenciado en periodismo, las diferencias entre un volumen de memorias y una biografía (que manda huevos) y aclarar que esto era, precisamente, una biografía. Publicado el texto, resulta que he escrito unas memorias… es decir, si nos atenemos a la definición de la Real Academia, ¡he narrado mi vida! Para troncharse. O para llorar.
En un magacín de tarde confundieron unos datos, y cuando un oyente les hizo ver el error, se justificaron de tal modo que dio la sensación de que ¡estaban errados en el libro!
Para que no falte de nada, incluso he sido víctima, en una crítica, del rencor de un ilustre caballero a quien le corrijo una información en el mismo cuerpo del libro. Además, el señor había leído, en otra crítica, que esta obra superaba a una escrita por él de temática próxima. Sin embargo, animoso (y deduzco que orgulloso), no se abstuvo de destrozarla, incluso empleando argumentos que, unas líneas más abajo, en su propia crítica, él mismo desmontaba. Fascinante retrato de la condición humana.
Es verdad que, a cambio, ha habido algunas entrevistas para medios escritos o radiofónicos certeras y muy agradables, rigurosamente profesionales y que demostraban el interés que había puesto el periodista en su trabajo. También me he llevado la sorpresa de enfrentarme a un cuestionario interesantísimo para un espacio televisivo especializado en libros. Pero estos casos han sido la excepción, la regla ha sido comprobar que pocos se habían tomado la molestia de leer el volumen remitido por la editorial. Y, vale, uno entiende que meterse en el cuerpo cuatrocientas páginas de densa letra lleva su tiempo y no es tarea grata si el tema no te interesa particularmente, pero te queda un sabor amargo, una cierta frustración cuando compruebas que has caído en una suerte de mecanización de la información: hay un espacio que cubrir y se cubre, ¡qué más da si no tenemos idea de qué estamos hablando porque no hemos hecho el esfuerzo de leernos el libro que nos trae aquí! Lo comentaba con un compañero (que, por cierto, me hizo una excelente entrevista) y le ponía el ejemplo de cómo me había defraudado alguien a quien respetaba y que me había entrevistado con solo un capítulo leído, él lo justificaba por las prisas con las que hoy viven los medios, exigiendo la inmediatez informativa. Pero no, no creo que haya justificación. Entiendo que este artículo es muy poco gremialista (y quizá alguien se enfade), pero algunos (muchos, afortunadamente) jamás hemos criticado un disco o un libro o hemos entrevistado a alguien sin antes haber leído u oído a fondo y con atención el libro o disco en cuestión. Por dignidad y respeto hacia uno mismo (por los mínimos de profesionalidad y rigor que debemos autoexigirnos), hacia el lector u oyente y, también, por supuesto, hacia el autor de la obra analizada o comentada.
Por ello, estos días he recordado aquella lejana maldad del músico, y me he sentido más próximo que nunca a ellos, a los músicos, cuando se enfrentan a los cuestionarios de la prensa, tantas veces anodinos, reiterativos y de mero trámite. Y, me temo, en ocasiones, sin haberle prestado la debida atención a la obra publicada. Pero metido en tarea promocional, uno atiende al medio que el encargado de promoción le indica, y agradecido, pues lograr un espacio entre tanta novedad no es cosa sencilla. Y cuantos más medios, mejor.
¿Conclusión final? La promoción no es tarea demasiado grata y dudo de la necesidad de «aparecer» a trote y moche en cualquier lugar porque, al final, tanto dislate no sé si te hace vender más (que es de lo que se trata) o si, simplemente, sirves para rellenar espacio y, lo peor, corres el riesgo de quedar como un redomado idiota o de que tu trabajo se reduzca a algún lugar común, sin más. Del malestar general que te ocasiona, ni hablamos, que para eso está el ibuprofeno. Todo bastante penoso.
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Anterior entrega de El oro y el fango: Los replicantes del rock.