«Lo de Extremoduro supone el triunfo de la excepcionalidad, de la rareza pero, también, de las canciones con capacidad para mover sensibilidades más allá de cualquier otra consideración»
Mientras nadie vende una entrada, Extremoduro las agotan por miles para su gira de otoño. ¿Cuál es su secreto? Juan Puchades cree conocerlo.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
La semana pasada publicábamos la noticia de que Extremoduro llevaba vendidas más de setenta mil entradas para la gira que iniciará en septiembre. Puede parecer un breve más de los muchos que ofrecemos, de esos que pasan desapercibidos entre tanta información, pero si tenemos en cuenta que ese número de entradas se ha colocado para solo once conciertos, que en algunas ciudades tocarán dos días seguidos y en lugares no precisamente pequeños (el velódromo valenciano, por ejemplo), el asunto tiene su aquel. Pero hay más, bastante más, que hace de Extremoduro un caso extraño y excepcional.
En estos momentos, el grupo español que tiene asegurados cinco conciertos en los próximos meses ya puede darle gracias a su santo preferido porque la contratación está prácticamente muerta y, para colmo, las suspensiones son constantes: en EFE EME recibimos una media de cinco mails semanales anunciando la cancelación (se suele emplear el término «aplazamiento» que es algo menos doloroso) de conciertos en salas. Detrás de ellas generalmente se esconde lo mal que está funcionando la venta anticipada, que desaconseja al grupo de turno viajar ante la perspectiva de no conseguir ni cubrir gastos. Así que lo de Extremoduro, agotando conciertos masivos a meses vista, tiene mucho (aunque la gira sea corta) de milagro.
Pocos artistas españoles pueden organizar una gira de grandes aforos (Miguel Bosé, Sabina y Serrat…) y ninguno de rock si exceptuamos a Extremoduro y quizá a Manolo García, Amaral, Bunbury y Fito & Fitipaldis (que preparan gira de teatros). Lo cual nos lleva a pensar que, desde luego, en el rock local hay una liga de las estrellas, pero reducida a unos poquísimos nombres.
A todo ello hay que sumar las singulares maneras con las que Robe Iniesta dirige la carrera de Extremoduro: hace años que no ofrece una entrevista, no rueda videoclips, evita al máximo las sesiones de fotos promocionales, los lanzamientos de sus discos, con suerte, se limitan a reunir a los medios en una rueda de prensa, sus giras son puntuales y en absoluto cargadas de fechas (alrededor de cuarenta es lo habitual), nunca ha tocado en conciertos gratuitos de fiesta de pueblo (creo que tampoco en festivales), pasa de Twitter y en Facebook mantiene una saludable distancia… Es decir, los discos y las entradas de conciertos se venden por sí mismos y el único plan de marketing es la ausencia del mismo (que también es una estrategia, no nos engañemos). A esto habría que sumar que no se sabe prácticamente nada de su vida privada, que no confraterniza con otros músicos, que no se deja ver en fiestas o saraos sociales, que no sale a la mínima opinando de lo que sea, que su imagen es la del antidivo y su glamour ninguno, que uno imagina que por la calle usa la misma ropa que en escena (en invierno supongo que se pondrá camisa o similar)… y, pese a ello, conecta con una masa social amplísima, interclasista e intergeneracional: su música gusta a viejos rockeros, jóvenes perroflautas, currantes de base, urbanitas descolocados, militantes de lo rural, gente normal y hasta a niñas pijas. ¿Cuál es, pues, el misterio? Probablemente el más evidente y el que, tan perdidos como estamos por la estética y las obviedades pop, el que menos se tiene en cuenta: las canciones. No hay mucho más. Las canciones sustentan todo su edificio.
A falta de marketing convencional, el boca a oído ha funcionado año tras año, disco a disco, canción a canción, calando poco a poco en esa masa humana que ha conectado con su manera de hacer, de contar, de decir. Extremoduro musicalmente no inventa nada, de hecho lo suyo es un rock rugoso y áspero hijo de mil leches (al que me niego a llamar rock urbano), completamente alejado de la modernidad. Pero esas melodías clásicas de rasca-rasca esconden letras de primer orden, pues Iniesta siempre ha sido un gran narrador de historias, de esas paridas desde las tripas y dirigidas a las tripas del oyente (y las tripas son todas iguales, o muy parecidas), un tipo cuidadoso en extremo con el lenguaje, tanto que en un parón del grupo decidió estudiar filología hispánica y no hace mucho hasta se animó a escribir una novela. Es decir, lo de Extremoduro supone el triunfo de la excepcionalidad, de la rareza pero, también, de las canciones con capacidad para mover sensibilidades más allá de cualquier otra consideración. Y uno, no siendo especialmente adicto a su música (aunque escucho con detenimiento sus lanzamientos), se alegra enormemente de que las cosas sean así, de que a Robe Iniesta en medio del granizo que cae sobre el rock español, le brille el sol. Muchos son los que tendrían que analizar detenidamente su caso y extraer algunas conclusiones. Tal vez aprendieran algo. Puede que, incluso, se asustaran mucho.
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