El oro y el fango: Discos como tropezones

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«Son las discografías abultadas las que más discos irregulares dejan en el camino, sobre todo por parte de quienes graban con mucha frecuencia, sin seleccionar en exceso, sin que el necesario cedazo sea lo bastante fino»

En esta entrega de «El oro y el fango», Juan Puchades se detiene, quitándole hierro al asunto, en un clásico inevitable: los discos de transición, los habituales tropezones en cualquier carrera musical, sobre todo en las largas.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Siempre me ha gustado seguir la trayectoria de mis artistas favoritos. Desde que comencé a comprar discos ha sido así: si alguien me interesaba especialmente, conectaba con sus maneras de hacer y/o me conmovía con su música, inevitablemente quería conocer la obra completa. De este modo, y en la medida en que la pobreza me lo permitía, traté de hacerme, poco a poco, con discografías íntegras. Así bien pronto comprendí que mantener alto el nivel de calidad es extremadamente complicado, que la gente evoluciona, cambia su manera de escribir, pasa por periodos en los que la inspiración no es lo que fue (o directamente ésta se ha tomado unas vacaciones), se equivoca, tropieza e, incluso, cae y rueda por el suelo. Es humano, nos pasa a todos en nuestra vida diaria, por lo tanto también a los creadores, y es algo que se evidencia con mayor claridad en carreras largas.

Sin embargo, y pese a no perder jamás el sentido crítico (ni cuando no me dedicaba profesionalmente a, precisamente, la crítica) soy capaz de sacar petróleo de un mal disco. Me explico: todo creador tiene unas maneras propias, melódicas, literarias, de cantar, de tocar, de explicar, de aproximarse a la canción… formas reconocibles que, si congenias con ellas, puedes hallar o percibir en la peor de sus obras: en una decena de temas sensiblemente flojos (o abiertamente malos) agrupados en un disco disparatado, siempre habrá una canción en la que brote la sombra de lo que fue, del talento que tuvo su autor y que logra que en ti se despierte la emoción que te provocaban los viejos tiempos, aunque sea de forma velada. A mí eso me basta, de ahí el sacar petróleo. En todo caso, pese a ello, y como digo, siempre he sido perfectamente capaz de reconocer un mal disco, que el juicio crítico nunca hay que perderlo: no hay que ser como esos fans a los que todo lo de su ídolo les parece lo-mejor-de-lo-mejor por el mero hecho de ser suyo, los mismos que siguen sus pasos con entusiasmo adolescente, beben con sed sus declaraciones (por insustanciales o injustificables que estas sean) y veneran sus fotos como si estuvieran ante la estampita de su virgen milagrosa favorita. Claro, que hablamos de patologías próximas al talibanismo (y esto podría ser motivo de una de estas próximas columnas). Y no, no todo lo que hacen nuestros artistas predilectos es lo mejor de su tiempo, ni tan siquiera lo mejor de su propia carrera, puede ser claramente malo, torpe, confuso, anodino, hasta puede resultar repulsivo. Y no pasa nada. El arte es así y los creadores, los artistas, no son dioses infalibles. ¡Es que ni tan siquiera son dioses! Afortunadamente, añadamos.

Son, como digo, las discografías abultadas las que más discos irregulares dejan en el camino, sobre todo por parte de quienes graban con mucha frecuencia, sin seleccionar en exceso, sin que el necesario cedazo sea lo bastante fino. Los discos de transición (y uno detrás de otro) son los que en muchas ocasiones definen determinados periodos creativos (o faltos de creatividad…): tras un álbum espléndido, se puede continuar trabajando con el mismo equipo durante X años, siguiendo la misma pauta, incidiendo de este modo, al final, en la rutina y si a eso le sumamos que durante dicho periodo el grupo o solista ha caído en la monotonía compositiva, podemos dar con un lustro (incluso un decenio) de obras que van de lo regular a lo mediocre, pese a que en ellas se puedan descubrir, ¡por supuesto!, buenos momentos y algunas brillantes canciones, pero lo que debemos analizar los aficionados (no solo los profesionales de la cosa crítica) son obras individuales, álbumes, discos, que son los que agrupan periodos creativos; y estos, los discos, a su vez, situarlos en el conjunto de la obra completa, que es la que ofrece la panorámica íntegra, con sus puntos álgidos, medios y bajos.

Intuyo que mucho músico es consciente de ello, pero encerrado en su propio mundo (la burbuja del artista, al que la gente de su entorno suele decirle a todo que sí con gran entusiasmo), tal vez insista una y otra vez en el mismo error tratando de emular ese disco que tan buenas ventas cosechó o que tan buenas críticas le granjeó (esto también es importante para el desequilibrio emocional del artista. Paul Auster recomienda en el reciente «Diario de invierno» no leer las críticas sobre la obra propia), tropezando hasta que no puede más, o convencido de la calidad de un conjunto de temas que, en realidad, son tremendamente insulsos y que, para colmo, se dan de bruces con la falta de ingenio a la hora de ser arreglados y producidos. Los discos flojos son un clásico por el que ha transitado prácticamente todo el mundo –de Dylan y Neil Young a los Rolling Stones pasando por nuestro Joaquín Sabina; el propio Springsteen lleva alrededor de dos décadas sumido en un agujero discográfico del que parece que no sepa cómo salir (lo que no impide, volvemos al principio, extraer petróleo de sus discos, conectar emocionalmente con algunas canciones aisladas, haciendo el esfuerzo de desligarlas de las producciones erróneas)–, y extrapolable a otras disciplinas artísticas, como el cine o la literatura. Y no pasa nada, incluso humaniza al genio (si es que lo es) y hace mejores las creaciones sublimes, las revela como más excepcionales.

¿Cuál es el porqué de todo esto? Sencillo: deberíamos entender el arte como lo que es, una actividad con mucho de espontáneo, inesperado y aleatorio, fruto de circunstancias personales transitorias y, por ello, no tendríamos que mitificar en exceso ni a nada ni (mucho menos) a nadie, simplemente disfrutar, dejarnos llevar pero sin perder el oremus ni la capacidad de análisis, tampoco el tan necesario sentido del humor, que esto solo es creatividad, entretenimiento, música, arte (no siempre, seamos honestos) y para amargarnos la vida ya tenemos a profesionales de ello (especuladores financieros, políticos, reyes, tertulianos…). Seremos más felices.

Anterior entrega de El oro y el fango: La vida fácil.

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