«¿Alguien recuerda cuando Apple convirtió el Ipod en objeto de deseo colectivo? El primero se presentó en octubre de 2001 y hoy, obsoleto, casi que nos parece algo ‘vintage’, pieza de museo… Pues así vamos. A toda hostia.»
Los expertos opinan que con el streaming se acaban las descargas. Un invento maravilloso el escuchar música online, pero también tiene sus contras.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
A comienzos de mes, expertos en asuntos de la industria musical reunidos en el Midem de Cannes, llegaron a la conclusión de que se acerca el fin de las descargas frente al avance imparable del streaming. De acuerdo, no hacía falta irse a Cannes ni ser un experto para aseverar tal evidencia. Pero la noticia constata dos cosas: primero que la industria de la música grabada (cada día cuesta más denominarla del «disco») se ha puesto las pilas y lejos de hacerse la desentendida respecto a todo lo que acontece a su alrededor (como sucedió durante cerca de dos décadas), ahora está presta a analizar qué ocurre en su sector y por dónde circulan los hábitos de los consumidores. Y segundo, confirma que vamos a toda leche. No sabemos muy bien hacia donde, pero la velocidad es brutal. Pensemos en que no hace demasiado (dos décadas mal contadas) el cedé se merendó al vinilo, que hace poco más de un decenio las descargas en mp3 doblegaron a los cedés, y ahora, en menos de un lustro, el streaming transforma las descargas en asunto rancio e incómodo. ¿Alguien recuerda cuando Apple convirtió el Ipod en objeto de deseo colectivo? El primero se presentó en octubre de 2001 y hoy, obsoleto, casi que nos parece algo «vintage», pieza de museo… Pues así vamos. A toda hostia.
Desde luego nadie es capaz de augurar cómo será el futuro sonoro, pero el presente, no hay duda, es en streaming. La facilidad de escuchar música en plataformas como Spotify o Deezer, desde webs o en aplicaciones para dispositivos móviles, cambia por completo la manera de aproximarse a la música. Fin al buscar webs de descargas gratuitas o de compra (para unas y para otras, el futuro se presenta negro, tanto que Apple anda tratando de reciclar Itunes a streaming) donde bajarse (pagando o sin pagar) discos enteros, descomprimirlos, archivarlos, copiarlos al disco duro del ordenador y al del móvil. El streaming permite evitarse procesos engorrosos y ganar tiempo. Es estupendo, desde luego. Por lo menos para el consumidor medio, que accede a cualquier grabación y puede organizarse a su antojo listas de reproducción con extraordinaria rapidez. Además, las tarifas de pago son extremadamente asequibles: por cinco euros al mes tienes acceso a millones de canciones. Quienes llevaban años reclamando una forma barata de acceder a la música, ya no tienen de qué quejarse. Aquí está.
Otro asunto bien distinto es que el dinero que reciben los artistas y creadores por cada reproducción resulta ridículo y que como no seas una estrella anglosajona, con difusión planetaria, las posibilidades de amortizar la grabación de un álbum son nulas. Podemos argüir que eso no deja de ser problema de los músicos, no nuestro. Y es verdad, por lo menos a corto plazo, porque con el tiempo el problema será compartido pues lo que está en juego es el futuro de las grabaciones de mercados «periféricos»; si entendemos que el anglosajón es el global. Es, como siempre, la supremacía cultural frente a la diferencia local.
Por otro lado, si el streaming es el paraíso para al oyente medio, la experiencia resulta altamente insatisfactoria para el melómano que desea profundizar en el hecho musical, el que quiere conocer al autor de una canción, el nombre del productor y los de los músicos que han tocado en ella, el del diseñador de la cubierta, el del fotógrafo. Ni Spotify ni Deezer ofrecen esa información. Todo se limita a nombre de artista y títulos de disco y canción. Penoso si pensamos que en su modelo de negocio se sustenta el presente de las grabaciones, pero no parece que la situación vaya a cambiar: aunque costaría poco subir esa información a las nuevas incorporaciones que se produzcan, que se asuma el coste de hacerlo con toda la música archivada parece improbable. En todo caso, ya sabemos: los melómanos son (somos) los menos, unos bichos raros que, muy probablemente, seguirán comprando álbumes físicos, en vinilo o en el formato que sea. Así que nos vayan dando, pensarán los responsables de estas plataformas.
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Anterior entrega de El oro y el fango: La música es cosa de pobres.