«La obra de Reed fue eclipsada y devorada por la leyenda de la formación que él mismo puso en pie, cuando en tiempo real no tuvo la menor relevancia. Un fenómeno sin igual digno de ser analizado con calma»
Apunta Juan Puchades que la alargada sombra de The Velvet Underground ha oscurecido hasta ocultar la amplia obra de Lou Reed.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
El último domingo, intercambiando mails con Diego Manrique, a propósito de un artículo que él había publicado en «El País», comentábamos de esa obsesión que le ha entrado a Paul McCartney por arreglar los asuntos pendientes del pasado antes de abandonar este mundo desolador. Y es que, pensando en la posteridad, se ha empeñado Macca en contar la historia a su modo, en tratar de enderezar los renglones que se torcieron cuando el carisma y la personalidad avasalladora de Lennon lo dejaron tirado en la cuneta, para luego, con la muerte y el ascenso a los cielos de su viejo socio, quedar como un pánfilo, melifluo sin talento.
Concluía Diego, con su proverbial economía de palabras, que «Paul no acepta que es IMPOSIBLE competir con un MÁRTIR». Y de eso se trata. Pero ahí está McCartney, dedicándole incluso una canción (‘Early days’) de su demoledor nuevo disco a los tiempos Beatles y tirándole de las orejas a quienes no estuvieron presentes pero narran y analizan lo sucedido (vamos, a lo que se dedican historiadores, investigadores o musicólogos). Creo que incluso ese álbum, «New», una obra maestra que desborda los adjetivos (en un mundo normal, sería uno de esos discos que provocaría que el universo del rock se detuviera durante un rato para reflexionar sobre lo que en él suena, y compararlo con lo que se está haciendo en estos momentos), obedece a su intención de enjuagar su imagen, de ratificar, ahora que para él el reloj gira rápido hacia el final del ciclo, que su talento no brilló únicamente durante poco menos de una década y al lado de Lennon, que lo suyo siempre fue algo serio. Sin embargo, en ese empeño estéril por echarle un pulso al pasado y sortear la alargada sombra del mártir, puede lograr que el tiro le dé en el pie, acabando por enredarlo todo un poco más, empañando completamente su recuerdo para siempre.
La misma tarde en que manteníamos esta charla, saltó la noticia de la muerte de Lou Reed, así que ambos nos pusimos a trabajar y dejamos al bueno de Paul y sus batallas para mejor ocasión.
Un par de días después, con Lou Reed metido en la cabeza y presente en todas partes, empezó a rondarme la sensación de que los menores de cuarenta años, más allá de algunas canciones sueltas, desconocen la obra de Reed mientras que veneran con ciega pasión la de The Velvet Underground. En un intercambio de mensajes con Ignacio Julià, máximo experto en nuestro país en la obra del neoyorquino, consciente de lo referido, respondió linkando a ese vídeo en el que Elvis Costello, Neil Young y Jim James, de My Morning Jacket, homenajearon a Reed versionando ‘Oh! sweet nuthin’… un tema de la Velvet, no de su carrera en solitario. Y se supone que los dos primeros deberían de conocer mejor la obra solista. Pero parece que hay que recordar, una y mil veces, que los cuatro discos de Velvet Undergound pasaron completamente desapercibidos en su tiempo, y su influencia entre sus contemporáneos fue bien escasa. En cambio, Reed, desde «Transformer» y durante todos los setenta, marcó de manera decisiva el rock del momento: con él se entiende el sinuoso viaje que emprende el mismo productor de ese disco, David Bowie, con él se comprende a Iggy Pop (a los Stooges los produjo John Cale), a los New York Dolls, a Patti Smith, a Jim Carroll, a Television, a toda la escena que giró alrededor del CBGB, al punk, incluso ecos de su guitarra punzante pueden descubrirse en las primeras obras de ejes esenciales de la new wave británica como Graham Parker, Ian Dury o Elvis Costello (cierta voluntad narrativa tendente al melodrama de este también bebe de la escritura de Reed, pero sin su gusto por la sordidez). En España, fue influencia para los primeros Burning y (que nadie se ría) la Orquesta Mondragón (Gurruchaga estaba enamorado de sus maneras, Stinus de su sonido, Haro Ibars de sus letras. Incluso versionaron ‘Rock and roll’); Olvido Gara se llamó Alaska por la canción ‘Caroline says II’ («Todos sus amigos la llaman Alaska», escribió Reed); y la ‘Carolina’ de Paraíso era, por supuesto, la protagonista de las dos ‘Caroline says’; Loquillo y los Trogloditas lo tenían entre sus héroes y era influencia decisiva para el compositor del grupo, Sabino Méndez. Artísticamente, Lou Reed fue tan poliédrico que casi hay uno para cada gusto.
No hay duda de que a lo largo de todos los setenta y los ochenta, Reed fue uno de los pilares que sostenían la mítica (incluso la mística) del rock, y no solo por los días salvajes o por su abrupto carácter, no, lo era por su obra, podías charlar con cualquier aficionado al rock de «Transformer», «Berlín», «Sally can’t dance», «Rock n’ roll animal», «Metal machine music», «Coney Island baby», «Street Hassle», «The bells», «New sensations», «Mistrial» o «New York», que era hablar lenguaje común. Es decir, de álbumes completos, no solo de canciones sueltas, de su viaje desde el glam elitista pero callejero al encuentro del palpitante rockero eléctrico de pluma afilada en el que se reinventó.
Sin embargo, todo comenzó a cambiar desde finales de los ochenta: la nueva crítica y los nuevos grupos del rock alternativo fueron reivindicando la obra de la Velvet Underground, y como esa lluvia que cae ligera pero se torna persistente, acabó por empaparlo todo y el grupo, desde el olvido para «connoisseurs» en el que permanecía, se elevó hasta la santidad y fue venerado sin reservas por una generación (ahora ya llevamos por lo menos tres) que no lo vivió. En paralelo, la obra de Lou Reed –que siendo coherentes es mucho más extensa y profunda, y nos permite analizar (si contamos los trabajos con la banda) al creador desde la juventud primera hasta la tercera edad; algo fascinante en cualquier trayectoria creativa– fue empequeñeciéndose, tanto que de ella casi que solo quedaron algunas pocas canciones inolvidables (‘Walk on the wild side’, ‘Perfect day’, ‘Lady Day’), de esas que puedes escuchar en emisoras de oldies. Y poco más. Lou Reed, de imprescindible icono del rock pasó a ser ese tipo que militó en The Velvet Underground.
Estos días, una encuesta entre los lectores de una web adicta a las tendencias muestra que estos prefieren ampliamente el periodo junto al grupo que su obra en solitario. Seguro que la desconocen, pensé al consultar los datos.
El caso de la Velvet es único, porque quince o veinte años después de su disolución, comenzó a dominar la estética de cierta escuela rock vanguardista mientras su legado era mitifico y canonizado. En paralelo, la obra de Reed fue eclipsada y devorada por la leyenda de la formación que él mismo puso en pie, cuando en tiempo real no tuvo la menor relevancia. Un fenómeno sin igual digno de ser analizado con calma.
Pese a ello, y al contrario que a McCartney, da la impresión de que a Lou Reed, entretenido en otros menesteres con los que pasar el tiempo (no es casual que en su web oficial haya un amplio apartado dedicado a mostrar su obra fotográfica), todo esto de la propia historia y el legado personal, le importaba una mierda. Como siempre, y hasta en esto, fue a su aire.
Hablando de nuevo con Diego, pero ahora de este caso singular, su conclusión fue la misma que con Macca: «Siempre gana el mito (Velvet Underground) a la obra (Lou Reed).» Así es. A la mayoría le gusta venerar los mitos, a unos pocos estudiar y gozar de las obras completas. Quizá ahora, muerto, Lou Reed consiga ser mito y que su obra sea tomada en la consideración que merece. Pero supongo que en unos días lo habremos olvidado y esperaremos el próximo deceso de un nombre legendario del rock que nos suene vagamente, para sobresaltarnos y mostrarnos compungidos en la plaza pública cibernética.
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Anterior entrega de El oro y el fango: Críticas y críticos presos de las redes.