«Lo que me gusta de los discos (aparte del inconmensurable placer sonoro que proporcionan), es que son la obra tal y como la ha ideado el artista y me da lo mismo su tamaño, lo que importa es la obra, esa que agrupa un periodo compositor/grabador bajo un enunciado genérico y envuelta en determinado concepto visual»
En esta entrega de «El oro y el fango», Juan Puchades reivindica el disco como obra cultural, como piezas de arte popular a nuestro alcance.
Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.
No quisiera que esta columna, en sus primeras entregas, pudiera aparentar lo que no pretende ser, un espacio de defensa de causas perdidas, día a día superadas por el ritmo del tiempo. Sin embargo apetece hablar de discos o, mejor, del disco, del objeto sonoro que conocemos con ese nombre. Esas piezas circulares que cobijan obras musicales y que parecen encontrarse en la fase irremediable que conducirá a su pronta extinción, por lo menos tal y como las hemos conocido hasta ahora.
Para los que convivimos con los discos de vinilo desde la infancia sus olores (¡los vinilos y los cartones que los envuelven huelen muy bien!), formas y tacto están irremediablemente ligados a nuestra memoria íntima y sentimental. Siempre supimos que tenían algo de excepcional, por aquel cuidado que requería su trato, por lo frágil y misterioso de la aguja que los acariciaba o porque, siendo niño o adolescente, reunir el dinero para adquirir uno no era cosa sencilla. Una vez en nuestro poder, lo escuchábamos, si la compra no había resultado fallida (que a veces sucedía), hasta la extenuación durante las semanas siguientes, nos deleitábamos con su portada, memorizábamos créditos, aprendíamos hasta las formas de los lomos, incluso apreciábamos el encolado y troqueles de las solapas interiores (que hay que estar muy mal para llegar a eso, cierto, pero era lo que había), los tratábamos con mimo intentando mantenerlos en buen estado. Un disco era mucho más que una colección de canciones. Pero que mucho más.
En algún momento, no recuerdo cuándo, caí en la cuenta de que los discos, con sus contenidos sonoros (incluyendo la secuencia de los temas) y los grafismos que los envolvían, eran, además de un conjunto indisoluble, obras de arte: los pobres nunca podremos tener en casa un original de Toulouse-Lautrec, ni un Picasso, pero la cultura popular, y su reproducción masiva, nos permitía (y nos permite) adquirir y conservar la obra de los Beatles, los Stones o Serrat, tal y como ellos la concibieron, en lugar de en copia única, reproducidas a miles mediante medios mecánicos, pero obras artísticas en sí, producto del vertiginoso siglo XX, y descendientes de la Revolución Industrial. Creaciones de la cultura de masas. Aquello era arte introduciéndose en tu hogar, pudiendo ser tuyo (todo esto, por supuesto, es extensible también a los libros, otros maravillosos objetos con los que convivir y ser feliz). El ricachón más o menos ilustrado colecciona arte exclusivo; los demás, arte popular. Así son las cosas. Y no me parece mal, mi colección de discos no la cambio por nada, además de depararme buenos momentos e inmenso placer, es una inversión (más sentimental que económica) en arte, en cultura, en emociones, tan grande y tan valiosa, para mí, como un Mondrian. ¿Hay algo más enriquecedor para el espíritu que acceder a tu propia colección, por modesta que sea, de bienes culturales?
Pero ese fue un mundo que amenazó ruina cuando, en 1979, Sony y Philips decidieron que el CD mediría doce centímetros (por la muy peregrina teoría de los señores de la casa japonesa ¡de que ese era el tamaño estándar del bolsillo de una camisa masculina y debía caber en ellos! ¡Ya podían haber pensado en el bolso de una mujer! ¡O en la mochila de un adolescente!), llevándose por delante medio siglo de coleccionismo discográfico (no entro en el estéril debate de qué suena mejor, si un vinilo o un CD), reduciendo hasta su mínima expresión el formato. Fue el principio del fin. La segunda paletada a la fosa la dio la propia industria del disco al decidir que el tamaño de las cajas que los contendrían serían esas horribles de plástico transparente, ajustadas a tan minúsculo formato y que conocemos tan bien. ¿No se les ocurrió pensar en un tamaño superior; el del single, por ejemplo, aunque solo fuera por nostalgia visual-cultural? Posteriormente, los fabricantes de DVDs demostrarían ser más inteligentes y mantuvieron un envase de dimensiones similares al de los VHS, con algo de mayor prestancia.
Con el CD mucho coleccionista se sintió defraudado, yo entre ellos, pues aquello daba poco juego. Sin embargo, educado entre discos, el disgusto duró poco (en realidad me parecía más preocupante el elevado precio del nuevo soporte, ¡eso sí que dolía!) y con rapidez me adapté al CD: si ese era el nuevo tamaño de las obras musicales, pues qué le íbamos a hacer, y si había que comprarse una lupa para leer los créditos, ¡pues una lupa que compré! Lo importante es que esa era “la obra”, con sus canciones, con su portada, con su diseño, con sus créditos… Es decir, lo que me gustaba y me gusta de los discos (aparte, repito, del inconmensurable placer sonoro que proporcionan), es que son la obra tal y como la ha ideado el artista (en colaboración con los distintos implicados en cada parte del proceso) y me da lo mismo su tamaño (sí, si fueran más grandes, mejor), lo que importa es la obra, esa que agrupa un periodo compositor/grabador bajo un enunciado genérico y envuelta en determinado concepto visual.
¿Estamos locos quienes pensamos así? A tenor de los acontecimientos (con las canciones devorando a la obra conjunta) es muy probable que sí. Pero, tranquilos, que no somos peligrosos. Solo amamos los discos, el arte musical. Y el arte nunca puede hacer daño (puede irritar, ofender o dar asco, pero poco más). Apreciamos tenerlo a nuestro alcance, rodearnos de él, tener la posibilidad de buscar ese disco ideal para el momento oportuno, ponerte cómodo, pincharlo y dejarte llevar… pero también puedes saber quién acompaña a Miles Davis en «Sketches of Spain» mientras contemplas la cubierta, quién toca el piano en «Beggars banquet», de los Stones, quién era el teclista de La Mode en «El eterno femenino», seguir las letras y apreciar el brillante diseño de Montxo Algora. A los que amamos los discos nos gusta «tocarlos», sentirlos, disfrutarlos (humm… vale, compartirlos, lo justo, solo con gente de mucha confianza). Eso, sin embargo, parece que en breve dejará de ser posible: un par de generaciones, por lo menos, ya entienden la música como intangibles archivos informáticos. Poco más. El tiempo de lo físico se agota, los discos dejarán de ser tales y, como nos descuidemos, de las obras musicales solo quedarán los registros sonoros desnudos, sin más información: adiós a los autores, los instrumentistas, los arreglistas, los productores, los fotógrafos, los diseñadores… podemos regresar a aquellos oscuros periodos de las décadas de los cincuenta a los primeros setenta, cuando con el nombre del intérprete ya bastaba (en breve hablaremos de ese inmediato futuro en retroceso, pues no todo debería de estar perdido para los buenos aficionados).
Sin embargo, a uno, firmemente descreído de casi todo lo relativo a la humanidad, todavía le conmueve ver esos ojos que se iluminan con un brillo especial ante un vinilo o un CD recién adquirido. En ellos habita la esperanza del disco con consideración de obra cultural, de creación artística. Pero la esperanza no es más que una ilusión, la de la escasa gente excepcional. Esa a la que deberían de cuidar con cariño los restos de la industria fonográfica y, por supuesto, los creadores.
–
Los cuatro primeros años de “El oro y el fango” se han recogido en un libro que solo se comercializa, en edición en papel, desde La Tienda de Efe Eme. Puedes adquirirlo desde este enlace (lo recibirás mediante mensajería y sin gastos de envío si resides en España/península).
–
Anterior entrega de El oro y el fango: La gran mentira.