“El lector actual se encontrará en este libro con todas las perrerías del humor anglosajón y una visión diferente, seria y deformante a la vez, de cómo eran las relaciones en los Estados Unidos post–hippies”
Luke Rhinehart
“El hombre de los dados”
MALPASO
Texto: CÉSAR PRIETO.
Cojan ustedes un dado, láncenlo. Si sale par, vayan a comprar el “El hombre de los dados”, si sale impar, guarden su dinero para otra cosa. Vuelvan a darle vida al dado: si ha salido un seis, no continúen la lectura de la reseña. Estos son los criterios que guían la vida de Luke Rhinehart, prestigioso psiquiatra neoyorkino que en una crisis de fe entiende que su disciplina es inválida para ayudar a enfrentarse con lucidez al mundo. Su vida, vacía, dedicada a sádicos y masoquistas, rodeada de compañeros estúpidamente pagados de sí mismos, por fin va a tener un sentido. Sí es el azar el que impulsa la vida, hagámoslo bien; ya que los dados manejan criterios tan pobres como los de cualquier persona, dejémoslos decidir. A partir de ahí, la elección de cada uno de los caminos que se le abren en cada segundo será delegada a los dados. Va un paso más allá de que dios no juegue a los dados con el universo, los dados son dios.
La novela, aparecida en 1971 bajo seudónimo – su nombre real es George Cockcroft, hoy retirado a lo Salinger en una granja de Nueva Inglaterra– se ha ido asentando como un clásico de culto y con el tiempo se han acrecentado sus virtudes y sus defectos, que son los de la escritura de esa época. Todavía causa hilaridad cierto tono corrosivo y directo; como en ‘Wilt’, como en ‘Reginald Perry’, las situaciones más costumbristas van derivando hacia un saco de absurdos descacharrantes; conversaciones sobre sexualidad con otros colegas, visitas a señoras con uno de sus pacientes –voy con cuidado de no desvelar nada–, interrogatorios ante la policía o escenas con sus hijos pasan en un segundo de la normalidad más absoluta a la locura. Todo esto se ve acrecentado cuando el dado va marcando cómo tratar a sus pacientes, o cuando decide proezas sexuales –cuidado, hay páginas que entran de lleno en la pornografía–. Su existencia se guiaba por libros, ¿qué diferencia hay en guiarla por dados?
Lo que ha mordido más el tiempo, por otra parte, son esas largas parrafadas en las que intenta un ahondamiento en el tema por medio de un lenguaje que parodia la criptofilosofía. En el fondo del libro laten problemas como la educación o la ética, pero la reflexión sobre estos motivos queda más a la vista cuando nos reímos de ellos a carcajadas. Incluso deja al azar la personalidad, así que fácilmente se convierte en Jesucristo y en su infinita misericordia, da el alta a un psicópata especialmente peligroso.
Poco a poco va introduciendo en su juego a gente de su entorno, hasta llegar a fundar a su pesar una especie de secta que lo lleva adonde rechazaba ir como psiquiatra: al reconocimiento, y así funda unos Centros Experimentales para los Procesos Aleatorios que son una verdadera locura –cambios de roles cada cinco minutos, nadie sabe quién está en trance de estudio, pueden salir al exterior con lo cual se agrava el problema–, pequeñas sociedades que reducen al absurdo la nuestra. Así que el lector actual se encontrará en este libro –también dictan los dados lo que se cuenta y lo que no– con todas las perrerías del humor anglosajón y una visión diferente, seria y deformante a la vez, de cómo eran las relaciones en los Estados Unidos post-hippies. En el fondo, y bien mirado, el origen de la que continúan ya bien entrado el siglo XXI.
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Anterior crítica de libros: “Elvis Costello. El hombre que pudo reinar”, de Xavier Valiño.