EL CINE QUE HAY QUE VER
“Keaton representa al artista maldito, ese artista que alcanza la cima del éxito pero al que las malas decisiones le hacen tocar fondo”
Héctor Gómez retrocede casi a los orígenes del cine para mostranos una de las grandes películas de Buster Keaton: “El héroe del río”, una cinta que protagonizó y también codirigió la estrella cómica del cine mudo.
“El héroe del río” (“Steamboat Bill Jr.”)
Buster Keaton y Charles Reisner, 1928
Texto: HÉCTOR GÓMEZ.
No cabe duda de que uno de los géneros que contribuyó a dar lustre al incipiente negocio del cine fue el de la comedia. El cine cómico, heredero del vodevil y del teatro de variedades, encontró pronto la manera de empatizar con el público, que encontró en el nuevo arte la continuación perfecta de los espectáculos que estaba acostumbrado a ver en los cabarets y locales de ocio nocturno. Muchos son los nombres clave en la consolidación del cine cómico como opción mayoritaria, y muchos de ellos bastante olvidados (Max Linder, sin ir más lejos). Por simplificar la cuestión, tres personajes dominaron la escena del cine cómico estadounidense (por entonces mucho más mayoritario que ahora, aunque resulte extraño) en la época muda, desde mediados de la década de 1910 hasta finales de la de 1920. Nos referimos, claro está, a Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton.
No hace falta presentación para ninguno de los tres. Lloyd quizá sea el más desconocido (más allá de la mítica escena colgado de un reloj en “El hombre mosca”, 1923), pero su fama es indudable en su país natal. De Chaplin se puede decir sin temor a equivocarse que fue uno de los mejores cineastas de toda la historia. Actor, compositor, guionista, director y productor, fue el auténtico hombre-orquesta del cine silente, y dejó un buen puñado de títulos para la leyenda. Estos dos tienen en común una exitosa carrera en el cine (la de Chaplin, empañada por las acusaciones de comunismo y el exilio obligado), y el hecho de haberse hecho inmensamente ricos gracias a su trabajo. Sin embargo, Buster Keaton representa al artista maldito, ese artista que alcanza la cima del éxito pero al que las malas decisiones le hacen tocar fondo. Después de ser una de las grandes figuras del cine de los años 20, Keaton cayó en la depresión, la enfermedad mental, el alcoholismo y la ruina económica y personal, teniendo que buscar sustento en papeles de tercera fila en películas totalmente olvidables, y al que solo su amigo Chaplin pudo devolverle algo de dignidad con el papel que le regaló en “Candilejas” (1952). Buster Keaton murió de cáncer de pulmón en 1966, tras haber participado en “Golfus de Roma” (1966), un epílogo cinematográfico en el que la enfermedad ya le estaba consumiendo.
“La cinta supone un punto de inflexión en la carrera cinematográfica de Buster Keaton, el paso de una época dorada a un periodo de oscuridad”
La caída de Keaton
Uno de los principales motivos de la caída en desgracia de Keaton fue la decisión de dejar su propia compañía de producción cinematográfica y firmar por una de las majors de Hollywood. Desde que abandonara a Fatty Arbuckle, su padrino fílmico y curiosamente otro de los cómicos «malditos» de la época, Keaton creó su propia productora, Buster Keaton Productions, en estrecha relación con Joseph M. Schenk. Con esta compañía firmó sus mejores trabajos en la gran pantalla, como “El moderno Sherlock Holmes” (1924), “Siete ocasiones” (1925) y, sobre todo, “El maquinista de la General” (1926), obra cumbre del cine cómico de la era muda.
En el año 1928, Keaton firmó un contrato de cinco años con la Metro-Goldwyn-Mayer, una de las cinco grandes compañías del Hollywood clásico. En la MGM nunca supieron entender el particular método de trabajo de Keaton, meticuloso y perfeccionista hasta la saciedad, y la cantidad de guionistas y escritores de gags que le impusieron no hacían más que entorpecer el trabajo creativo de un genio acostumbrado a tener el control total de sus obras. A pesar de que su primer trabajo en la MGM (“The cameraman”, 1928) es otra de sus mejores películas, la mala relación de Keaton con la productora y especialmente sus problemas con el jefazo Louis B. Mayer acabaron con sus huesos en la calle, y con sus problemas con el alcohol a la vuelta de la esquina.
Por eso, “El héroe del río” (“Steamboat Bill, Jr.”, donde figura como director su colaborador Charles Reisner, aunque el mérito artístico principal es de Keaton) supone un punto de inflexión en la carrera cinematográfica de Buster Keaton, el paso de una época dorada a un periodo de oscuridad. Y no deja de ser curioso que el argumento de la propia película tenga cierta relación con el asunto. En el filme, William Steamboat Bill Canfield (Ernest Torrence) es el capitán de un viejo barco de vapor del Mississippi, que asiste a la inauguración de una nave mucho más moderna y equipada que la suya, comandada por el prepotente J.J. King (Tom McGuire), que además es el propietario de casi cualquier establecimiento de la ciudad. Canfield recibe entonces una carta de su hijo William Jr. (Buster Keaton), que ha terminado los estudios y va a pasar unos días con él. Canfield ve la oportunidad perfecta para enseñarle el oficio, aunque el joven William esté más preocupado por seducir a Kitty King (Marion Byron), una compañera de estudios que además es la hija del gran rival de su padre.
Así pues, en “El héroe del río” existe ese choque entre tradición y modernidad. El vetusto barco de su padre representa los valores tradicionales y una manera de hacer las cosas que se ha mantenido desde generaciones. Por el contrario, el moderno vapor de King simboliza el progreso, el avance imparable de la tecnología que se acaba imponiendo sobre lo artesanal. Por tanto, resulta evidente que esa elección entre artesanía e industria se parece muchísimo a la que el propio Keaton tuvo que tomar en su vida real, con los funestos resultados ya comentados anteriormente.
Con todo, y más allá de metáforas, la película contiene elementos que la dotan de un enorme valor cinematográfico. En un momento en el que el sonoro aún no estaba casi desarrollado, y donde los intertítulos (bastante escasos aquí) suponían el anclaje para que el público no se perdiera en el argumento, el gag visual cobraba una importancia capital. Hay alguna secuencia (como la de la aparición de Keaton en la estación de tren para que su padre lo reconozca, o la hilarante escena de los sombreros) que utiliza magistralmente la capacidad de las imágenes para construir una situación que resulta mucho más sencilla cuando se puede disponer de diálogos. Además, la segunda parte de la película constituye una auténtica maravilla en cuanto a efectos especiales (estamos en 1928, no lo olvidemos), y el escenario perfecto para el lucimiento físico de un Buster Keaton que, sin mostrar una sola expresión en su rostro, hace un impresionante alarde de capacidad interpretativa. Forman parte de nuestro acervo cultural algunos planos de la secuencia del ciclón que arrasa la ciudad, especialmente ese en el que una fachada se derriba sobre Keaton, salvado únicamente por una ventana colocada de forma providencial en el sitio justo. Una escena llena de riesgo que revaloriza el trabajo de esos gigantes del cine que, sin ayuda de especialistas o efectos digitales, se jugaban la piel en cada película. A veces la suerte estaba de su parte, pero otras veces el destino les tenía preparadas unas cartas perdedoras. A Buster Keaton le tocó ganar, aunque luego la banca se quedara con todo. Pero por el camino nos dejó algunas joyas que tenemos la suerte de disfrutar casi un siglo después.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “La puerta del cielo” (1980), de Michael Cimino.