«Un trabajo cuya grandilocuencia casa con su título, marcado por el inédito protagonismo de las guitarras eléctricas, la opacidad general de una voz que antes circulaba en primer plano»
Richard Hawley
«Standing in the sky’s edge «
PARLOPHONE/EMI
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Cuando hace tres años Richard Hawley se marcó un álbum tan denso, en las antípodas líricas de lo «cool» y tan huérfano de hits como el soberbio «Truelove’s gutter» (2009), ya se podía intuir que su firme propósito era desligarse de los cuatro puntos cardinales (Orbison, Cash, Walker y Holly) que le habían granjeado el merecido sambenito de más acreditado crooner del nuevo milenio. Un hombre capaz de conjugar las sensibilidades clásicas como pocos, en una propuesta atemporal y teñida por los tonos sepia del sentimentalismo más estilizado de la tradición sonora de los cincuenta, pasados por un tamiz muy británico. Lo que entonces apenas se vislumbraba cobra ahora plena certeza con este «Standing in the sky’s edge». Un trabajo cuya grandilocuencia casa con su título, marcado por el inédito protagonismo de las guitarras eléctricas, la opacidad general de una voz que antes circulaba en primer plano y una ampliación de la paleta sónica (incremento del minutaje de los temas, introducción de efectos que recaban mayor hondura sonora, incorporación de elementos como el sitar), planteada aquí como un particular muro de sonido que –y ahí es donde cabría deslizar las primeras objeciones– entronca sin disimulo con gran parte de la producción británica en los estertores del brit pop, a finales de los 90. Porque hay psicodelia (‘She brings the sunlight’), hay sarpullidos de blues (el tema titular) y hay rock de alto octanaje (‘Leave your body behind you’). Pero todos pasados por el tamiz pomposo de un rock ejecutado con tanto oficio como carencia de aristas que lo singularicen. Que busca sonar grande. Que ya no parece buscar el arrullo sino el eco en grandes recintos. ¿Recuerdan aquello de dad rock? Mejor no mentar a la bicha…
Porque la inmarcesible discografía pretérita del de Sheffield no nos debería nublar la vista. No, no nos engañemos: el ex de Pulp retoma, y es solo un botón de muestra, el riff de ‘1969’ (The Stooges) al inicio de ‘Down in the woods’. Y lo hace (al igual que en cualquiera de los pasajes ya mentados) sin asomo de ironía, descontextualización o revisionismo. Si a cualquiera de los Gallagher se les ocurre perpetrar algo así, ya les estaríamos atizando hasta en el carnet de identidad.
Cualquier disco de Mr. Hawley merece atención reverente y repetidas escuchas, porque siempre ofrecerá cegadores destellos de clase e inéditos angulares en un discurso con tan fundamentado poso en algunas de las sagradas escrituras de la música popular. Pero recae en el debe del atento oyente el deslindar hasta qué extremo los puntos de fuga citados están más cerca de los logrados devaneos psicodélicos de un Paul Weller, siempre voraz ante nuevos retos –los que abordó en «Heavy soul (1995) y sublimó en «22 Dreams» (2009)– o de los indigestos mazacotes con los que Richard Ashcroft o Noel Gallagher suelen camuflar su falta de inspiración. Deslindar, en esencia, donde acaba el arrebato de genio con coartada «vintage» y donde empieza lo regresivo. Si uno atiende a los cantos de sirena, verbigracia la cálida acogida de una crítica (la del Reino Unido) que parece tener ganada de antemano, habría que inclinarse por lo primero. Pero si a uno le preguntan, mucho nos tememos que andan bastante más cerca de lo segundo. Porque hasta los más grandes tienen derecho a que se les vaya un poco (o bastante) la mano. Y porque, dentro de unos años, este disco será recordado por la ternura de ‘Seek It’i y por la grandeza melódica de ‘Don’t stare at the Sun’, los dos temas que con mayor precisión enlazan con su producción anterior. Y no por el resto de su ampuloso minutaje. Por algo será.
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