«Todas y cada una de estas canciones dan lugar a su mejor álbum en más de una década. Su vuelta, por fin, al redil de lo relevante»
Mark Eitzel
«Don’t be a stranger»
MERGE/POPSTOCK!
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Confesaba hace cinco años Mark Eitzel, sincerándose con el periodista Nando Cruz (en entrevista que recuperamos de su web con fecha de marzo de este año), que, a la edad de trece años, solo quería ser un cruce entre Joan Armatrading y Johnny Rotten. Obviamente, el paso del tiempo no haría más que desterrar los miedos e inseguridades de aquel adolescente algo misántropo, pero valga la peculiar combinación de elementos para desmentir el cliché del alma mater de American Music Club como dolorido folk singer, un reduccionismo solo mantenido por aquellos que nunca han llegado a comprender su artísticamente opulenta carrera. Pocos músicos de su generación logran transmitir esa sensación de acaparadora calidez. Pocos tienen su capacidad de sumir –con solo un giro vocal o un mero arreglo instrumental– al oyente en un terapéutico limbo en el que los efluvios del rock, el pop, el folk, el jazz y hasta el easy listening o el swamp rock se dan la mano para confirmar que hay mucha vida más allá de la desesperanza.
Quizá gran culpa de ello, de que ya no se le cite con tanta frecuencia en los mentideros del mejor rock norteamericano junto a nombres de referencia como los de un Will Oldham, un Bill Calahan, un Kurt Wagner o un Jeff Tweedy, la tenga su propia trayectoria en la última década. Dedicarse a recrear cancioneros ajenos («Music for courage and confidence», 2002), repasar el propio con músicos griegos («The ugly american», 2003), acolchar electrónicamente sus nuevas canciones («Candy ass», 2005) o descolgarse con una vuelta a los orígenes que, no pasando de discreta, dejaba su mejor argumento como apéndice (aquella ‘Ronald Koal was a rockstar’, incluida al final del discreto «Klamath», 2009), no parecía el mejor guión para que su nombre recobrase visibilidad, pese a las dos notables entregas que American Music Club («Love songs for patriots», 2004; y «The golden age», 2008) dejaron por el camino.
Todo ello queda solventado con creces en este «Don’t be a stranger», grabado a los pocos meses de sufrir un ataque al corazón, gracias al apoyo económico de un amigo a quien le tocó la lotería (y esto no es broma), que fue quien sufragó los servicios de producción del álbum, entre ellos los del bajista Sheldon Gomberg, responsable del sonido de los últimos álbumes de Rickie Lee Jones o Joseph Arthur, y que es quien aquí se sienta a los mandos. Así como la batería del insigne Pete Thomas (de los The Attractions de Costello) y la guitarra de Vudi (American Music Club). No en vano, esta remesa de temas estaba ideada, en un principio, para su banda de toda la vida, antes de que se oficializase su segundo hiato creativo. Y en sus surcos no sobra nada. Desde la sensualidad de ‘I love you but you’re dead’ (¿hemos mencionado el soul líneas arriba como otro tradicional nutriente en su integradora forma de entender la música americana?) hasta el sinuoso lamento de ‘Nowhere to run’ (cuánto ha debido aprender Thomas Dybdhal de piezas como esta). Pasando por las arrebatadoras ‘Oh mercy’ y ‘Break the champagne’, la remozada ‘All my love’ (ralentizada y aún más serenamente bella que la toma original de The Golden Age) o el conmovedor piano de ‘We all have to find our own way out’, ceñido como un guante a su canon de torch song. De nuevo destapando la pócima de sus esencias, esa descarnada autoconmiseración sin fin que, aquí filtrada y dulcificada por el poso de la serenidad que otorga la madurez (y seguramente por su viaje de ida y vuelta a los lindes de la muerte, que eso también debe curtir), magnetiza sin remisión cuando está al servicio de canciones de tan punzante belleza. Todas y cada una de ellas dan lugar a su mejor álbum en más de una década. Su vuelta, por fin, al redil de lo relevante.
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