«Con el cuajo de una figura curtida. Con la serenidad que adjudicamos a los músicos de largo recorrido. Hecha un basilisco, salvaje, tosca y furiosa cuando conviene; madura, elegante, sobria y concisa en unas baladas dignas de la mejor Loretta Lynn»
Lydia Loveless
«Indestructible machine»
BLOODSHOT
Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.
Ahora que muchos creen que el rock and roll está reducido a cenizas, secuestrado por unas radios anestesiadas, unos periódicos sordos y un público entregado a la melaza de ídolos computerizados, ahora, en fin, que igual que hace cincuenta o setenta años creemos que vivimos rodeados de blandenguerías, se agradece la irrupción de un talento tan insolente como el de Lydia Loveless. Apenas tiene veintiún añitos, pero en éste su segundo disco (tras el maravilloso y más tradicional «The only man») ya remata con el cuajo de una figura curtida. Con la serenidad que adjudicamos a los músicos de largo recorrido. Hecha un basilisco, salvaje, tosca y furiosa cuando conviene; madura, elegante, sobria y concisa en unas baladas dignas de la mejor Loretta Lynn. Su «Indestructible machine» es un pelotazo que mezcla country, punk, rock y americana en una marmita espídica. El fruto de un talento compositivo mayúsculo, una escritura a veces gamberra y a ratos grave, una voz superdotada y un sonido caliente. La hermana pequeña de Neko Case, menos volcada al surrealismo y el noir de las últimas entregas de la genial canadiense, emparentada con la sensibilidad de aquel magistral «Furnace room lullaby» si al cóctel añadiéramos tóxicas gotas de Hank Williams III.
El disco abre poderoso, acelerado, con ‘Bad way to go’, allí donde los fantasmas de Sun Records, la imagenería del Oeste y el tempo de unos Clash enamorados de John Ford colisionan para dejarte boquiabierto. Desde el primer segundo la garganta de Loveless, hija de músico de rock, criada entre el country que sonaba en el bar familiar y el punk de su adolescencia, pura seda y cuchillo, decía, anuncia que estamos ante algo grande. Un artefacto que en ‘Can’t change me’ descorcha toneladas de actitud, aceradas guitarras y desbocada rítmica que la muchacha doma rotunda. ‘More like them’ mantiene el pulso y con ‘How many women’ uno diría encontrarse ante la heredera de Patsy Cline versión feminista. Así de buena es Loveless. Así de emocionante suena si le da por mostrarse engañosamente clásica, tirar de pedal steel y desempolvar, renovados, los paradigmas del género. Con ‘Jesus was a wino’ saluda el viejo y añorado outlaw country. Si a la altura del estribillo no crees encontrarte ante un portento desde luego Johnny Cash nunca fue tu hombre ni eres capaz de deleitarte con el talento en crudo. En la pasmosa ‘Steve Earle’ ofrece un homenaje visceral como divertido al autor de ‘Copperheard road’. ‘Learn to say no’ parece imaginada a medias con Keith Richards y Gram Parsons. ‘Do right’ retoma la fiereza de Hank III para indagar en el asunto de los elixires venenosos con intención nueva, mecida por quien escribe poniendo a cero el cuentakilómetros de las influencias, luego de haberlas despiezado, devorado y asimilado, para después acelerar rotunda. Y está ‘Crazy’, el fabuloso tema con el que cierra, que limpia el óxido de una cubertería al rojo vivo y friega el suelo del desierto, apenas la guitarra acústica, un violín llorón y una voz dolida y orgullosa.
Lydia, plegaria atendida de quienes sienten que el alt-country circula huérfano y descabezado desde hace años, no tiene miedo, no hace prisioneros y no parece candidata a que la chulee ningún gilipollas. ¿Uncle Tupelo, Son Volt, Whiskeytown? Sí, claro. ¿Los predecesores? ¿Lyle Lovett, K.D Lang o Dwight Yoakam? También estupendos. Pero ninguno mostraba a la edad de Loveless tal genio. Un hallazgo que te reconciliará con la música incluso cuando piensas cabizbajo, perezoso, que el insondable y volcánico carisma de los ídolos de antaño carece de herederos. Lydia, Chavela Vargas entre la Carter Family el punk, metralleta en mano, lidera la resistencia.
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