«Hacía ya unos tres años que el runrún sobre las bondades acerca de la propuesta de los argentinos eran incesantes. Pero no fue hasta bien entrado 2010 que comenzaron a granjearse una incipiente parroquia en nuestro país»
Él Mató A Un Policía Motorizado
«La dinastía escorpio»
LIMBO STARR,
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Hacía ya unos tres años que el runrún sobre las bondades acerca de la propuesta de los argentinos Él Mató A Un Policía Motorizado eran incesantes. Pero no fue hasta bien entrado 2010 que comenzaron a granjearse una incipiente parroquia en nuestro país. A ello contribuyó, decisivamente, la gira que les acercó hasta el Primavera Sound de aquel año (con Jota, de Los Planetas, como atento espectador, una afinidad nada casual si se atiende mínimamente a su credo) y a varias salas del resto del Estado. Limbo Starr se decide ahora con ellos a inaugurar su nómina foránea, con un tercer álbum (si registramos en su cómputo el compendio de epés) que originalmente fue editado el año pasado.
Y la verdad es que, teniendo en cuenta que ya no son unos desconocidos, parece lícito situarse en una óptica que vaya algo más allá del guiño cómplice que siempre supone enfrentarse a una banda que, geográficamente lejana, maneja referentes tan cercanos a nosotros. Las deudas siguen ahí: reproducidas mayoritariamente al ralentí, como una versión platense de Los Planetas o, ahora, los primeros The Strokes. Y el caso es que tienen los modismos, las trazas, los giros, pero no el genio de ninguno de sus referentes. Su trillada iconografía juvenil depara momentos tan jugosos como ‘Yoni B’, con un cambio de ritmo infeccioso y ese estribillo martilleante (muy Strokes, sí), repleto de pegada. O recesos tan bien tramados como ‘El fuego que hemos construido’, con sus siete minutos de caracoleo eléctrico, sus reconfortantes interferencias al servicio de una gama de claroscuros justificada tras casi una década de trayecto. Pero también medianías como ‘Más o menos bien’ o ‘La cobra’, estándares que refuerzan una visión algo tópica de la independencia, ceñida a un punto de evolución cero que agotó las pilas de su reloj a mediados de los noventa. Son los dos extremos, quizá escogidos caprichosamente (no lo vamos a negar, aunque los consideremos ilustrativos), de una balanza que requeriría que sus fieles se equilibrasen algo más.
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