“La música de Leonard Bernstein corona esa transición que recoge melodías joviales, contundentes, agresivas, enamoradas o crepusculares según el momento, y que conforma una de las partituras más memorables del cine”
Jordi Revert rescata un musical revolucionario, que dio un paso más en la experimentación del género y que contiene una de las partituras más memorables del cine.
Una sección de JORDI REVERT.
“West side story”
Robert Wise y Jerome Robbins
METRO-GOLDWYN-MAYER, 1961
A principios de la década de los 60, el musical ya había vivido su época dorada. El periodo clásico había dejado atrás hitos irremplazables en la competencia de los grandes estudios, desde la Freed Unit de la MGM a los monumentos caleidoscópicos de Busby Berkeley para la Warner Bros. El cambio de decenio marcaría una era de transformaciones que clausuraría el Hollywood tal y como había sido concebido hasta entonces y abriría una etapa post-clásica que lentamente llevaría la industria hacia un nuevo modelo. Ese cambio de paradigma que empezaba a insinuarse estaba íntimamente vinculado a la evolución de unos gustos populares condicionados por la emergencia del rock y la progresiva penetración de la televisión en la cotidianeidad de los estadounidenses. En ese momento, la aparición de “West side story” tendría una implicación que todavía era solo una intuición: una espectacular revitalización de un género caminando hacia su ocaso que encontraría su continuidad con el estreno en años siguientes de “Mary Poppins” (Robert Stevenson, 1964), “My fair lady” (George Cukor, 1964) y “Sonrisas y lágrimas” (“The sound of music”, Robert Wise, 1965), pero que en realidad estaba entonando un temprano canto de cisne.
El origen del proyecto no era disimilar del de otros tantos: el musical de Broadway del mismo nombre se había estrenado en 1957 apadrinado por todo un dream team de las tablas, con Stephen Sondheim como letrista y música de Leonard Bernstein a partir del libreto de Arthur Laurents inspirado en “Romeo y Julieta”, de William Shakespeare. El montaje se completaba con la coreografía de Jerome Robbins, quien se encargaría de hacer lo propio en su traducción cinematográfica. En el paso de un medio a otro, la polivalencia de Robert Wise sería decisiva a la hora de su elección como director. Lejos de ser un realizador acomodado a exigencias industriales, Wise no renunciaría a dejar su impronta y a dotar de profundidad social y actualidad al universal relato de Shakespeare. La historia de los Montesco y los Capuleto en la Verona del siglo XVI se convertiría en las tensiones entre los Jets y los Sharks, respectivamente la banda dominante del Upper West Side neoyorquino y la de los inmigrantes puertorriqueños en busca de integración social. En ese intercambio de visiones de unos Estados Unidos en un momento decisivo para la definición de una sociedad, la película de Wise recogía en sus números musicales el proceso de asimilación por parte de los propios inmigrantes –el número musical ‘America’, inolvidablemente liderado por Rita Moreno− o el debate sobre la reinserción social –Gee, Officer Krupke, tan cargado de diversión como de niveles de reflexión−. En “West side story”, esos temas se articulan naturalmente en coreografías que despliegan una la desbordante creatividad de Jerome Robbins, en las cuales la danza es siempre un elegantísimo vehículo de expresión que no solo sirve a la música, sino también a la estilización de las peleas entre bandas. La carga social, además, se enfatiza en una representación sin tapujos de la muerte o la violencia callejera, intento de violación inclusive. En el centro de ese desfile de cuerpos en movimiento y fricciones sociales, Richard Beymer y Natalie Wood asumen su condición de amantes trágicos aportando sensibilidad y emoción a unos personajes cuyo enamoramiento encuentra su cumbre en la balada ‘Maria’, que otorga toda una nueva dimensión a las clásicas escaleras de incendios de los edificios neoyorquinos como elemento del paisaje urbano para la inspiración romántica.
Pero quizá lo más hermoso de “West side story” es comprobar cómo empuja el musical a nuevos niveles de experimentación: la planificación visual privilegia los planos a ras de suelo para potenciar el efecto de algunas coreografías, mientras que el uso del color y la pantalla difuminada son perfectas excusas para transmitir la sensación flotante del amor a primera vista o realizar una transición. Robert Wise no escatima ocasiones para explorar las ilimitadas posibilidades expresivas del lenguaje del musical, aquí puesto en directa relación con la shakespeariana densidad de temas con los prejuicios al frente, que hacia el segundo acto se van apoderando de la puesta en escena para apartar la música a un lado y virar hacia su tramo más oscuro. La música de Leonard Bernstein –la última banda sonora que firmaría, tras “Un día de Nueva York” (“On the town”, Gene Kelly y Stanley Donen, 1949) y “La ley del silencio” (“On the waterfront”, Elia Kazan, 1954)− corona esa transición que recoge melodías joviales, contundentes, agresivas, enamoradas o crepusculares según el momento, y que conforma una de las partituras más memorables del cine. Los créditos finales, diseñados por Saul Bass, son la rúbrica que sigue a un final concebido como anti-clímax en el que se impone una loa a la empatía y el entendimiento cultural, un mensaje que lejos de llegar forzado al espectador se eleva con fuerza entre las pregnantes imágenes de un musical revolucionario.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Mi vecino Totoro”, de Hayao Miyazaki.