“Las relaciones entre los personajes configuran el esqueleto de esta compleja obra, endiabladamente absorbente y que deja poso en el espectador”
Antes de dirigir “Puro vicio”, el cineasta firmó uno de los clásicos contemporáneos, una historia poliédrica y humana protagonizada por Philip Seymour Hoffman. Lo rescata Héctor Gómez.
“The master”
Paul Thomas Anderson, 2012.
Texto: HÉCTOR GÓMEZ.
Existen dos tipos de historia. Una es la Historia con mayúsculas. El relato de grandes batallas, descubrimientos, reyes, guerras, hitos, de personajes únicos que cambiaron el curso de los acontecimientos. Es la Historia que se cuenta en los libros y manuales, la que los escolares aprenden de memoria en los colegios y la que los adultos esgrimen como argumento irrefutable de la existencia de un pasado glorioso que demasiadas veces se utiliza para justificar los desmanes del presente.
Pero hay otra clase de historia. Una historia mucho más complicada de rastrear, una historia con minúsculas que se escribe en los márgenes del paso del tiempo. Una historia que más que con la política tiene que ver con las personas, con su psicología, con la forma peculiar en la que se configura el inconsciente colectivo de una sociedad y que le hace ser lo que es. Una historia que no aparece en los libros pero sin la que sería imposible dibujar el perfil de una sociedad humana.
La gran Historia, la de los grandes momentos y personajes, ha sido reflejada en el cine en innumerables ocasiones y en todas las filmografías nacionales que podamos imaginar. La otra, sin embargo, es mucho más difícil de localizar, y solo los grandes cineastas han sido capaces de reflejarla. Paul Thomas Anderson es, precisamente, uno de esos grandes cineastas capaces de filmar la historia, de dibujar un retrato que es profundamente humano pero a la vez extrapolable como idea, como abstracción de algo mucho más complejo e inasible. De todos los cineastas actuales, nadie como Anderson ha sido capaz de reflejar la historia de EE.UU. Una historia que se filtra por las grietas de la Guerra de la Independencia, la abolición de la esclavitud, las guerras mundiales o la lucha contra el terrorismo global. Es, sin embargo, la historia de cómo se forja una personalidad colectiva, una manera de entender la economía, la política, la cultura, la ideología, la religión o las relaciones personales. Entender la vida, al fin y al cabo.
Si en “Pozos de ambición” (“There will be blood”, 2007) se retrataban los primeros coletazos del sistema económico capitalista -ejemplificados en la tenacidad malsana y competitiva de ese monstruo admirable que era el Daniel Plainview interpretado magistralmente por Daniel Day-Lewis-, en “The master” (2012), Paul Thomas Anderson retoma el relato casi donde lo dejara en su anterior película, y termina de dibujar los trazos del boceto de la sociedad americana actual, que se configura tanto a partir de la competitividad salvaje en la economía en aras del libre mercado y de la capacidad de hacerse a sí mismo, como también a partir de la forma de enfrentarse a la realidad de una ciudadanía que vive desde hace un siglo en un trauma postbélico constante, y que continuamente tiene que cerrar las heridas abiertas que se produjeron en Pearl Harbor, Corea, Vietnam, Irak o Afganistán.
“The master” es, digámoslo ya, un clásico del cine contemporáneo. Y lo es pocas semanas después de su estreno en cines, cuando todavía no es posible digerirla en toda su magnitud. Pero hay algo en la película que confirma esa condición de clásico, ya sea por la intemporalidad de los aspectos que trata o por el increíble acabado visual, expresionista, apabullante del que hace gala. Es un filme poliédrico, inabarcable, de múltiples lecturas, profundamente humano y sobretodo capaz de diseccionar un estado de ánimo individual y colectivo. Es el retrato de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, de sobrevivir después del trauma, de exorcizar los fantasmas a través de la sublimación de las pulsiones. Pulsiones de violencia, de sexo, de delirios etílicos, de exceso al fin y al cabo. “The master” es un filme excesivo, que cabalga a lomos de Freddie Quell, un veterano de la Segunda Guerra Mundial incapaz de encajar en una sociedad en paz pero que ha seguido su camino olvidándose de aquellos que dieron su vida (física o psicologicamente) defendiendo a la patria en tierras lejanas. Joaquin Phoenix da cuerpo (maltratado, prematuramente envejecido) a un personaje que es persona pero también idea, una idea de fragilidad amenazante que Phoenix construye arqueando la espalda, andando como una fiera herida y ante todo mostrando una mirada de aquél que está pidiendo ayuda a gritos pero que al mismo tiempo es capaz de explotar violentamente (otra vez los arranques de furia, una constante en el cine de Anderson) y destruir aquello que le rodea, incluyéndose a sí mismo.
En el otro lado del espectro -aunque más cerca de lo que parecería, por aquello de que los extremos se tocan- está Lancaster Dodd, otro ejemplo de estadounidense autodidacta y polifacético, capaz de embaucar a las masas con una promesa de autoconocimiento en tiempos de crisis. Philip Seymour Hoffman da vida a este trasunto de L. Ron Hubbard (fundador de la Cienciología) como un personaje carismático, seguro de sí mismo, pero que en el fondo encierra las mismas miserias que Freddie, las mismas pulsiones. Ambos personajes entablan una relación de dependencia malsana, una especie de juego paterno-filial (volvemos a las constantes andersonianas) del que ambos se benefician a corto plazo pero que acaba siendo insostenible. Y junto a ellos, completando el triángulo, la mujer de Dodd (Amy Adams), quien a la sombra de su marido es la más ferviente defensora de La Causa (mucho más que su esposo, casi siempre demasiado borracho o ensimismado) y que a la vez encarna los valores tradicionales y conservadores que todavía hoy se pueden rastrear en gran parte del colectivo femenino acomodado del país.
Las relaciones entre los personajes configuran el esqueleto de esta compleja obra, endiabladamente absorbente y que deja poso en el espectador. Ante un visionado de “The master”, de sus primeros planos que transmiten dolor, de la música disonante de Jonny Greenwood que pone a prueba los nervios (tercera constante “andersoniana”), de una trama que habla de mucho más de lo que aparenta, uno tiene la sensación de estar ante una película diferente, única, un filme que a buen seguro el tiempo colocará como uno de los imprescindibles de este comienzo de siglo, y que de paso confirma a Paul Thomas Anderson como el verdadero maestro del cine contemporáneo, ahora sí, con mayúsculas.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Pesadilla antes de Navidad”, de Henry Selick.