El cine que hay que ver: «Psicosis» (Alfred Hitchcock, 1960). El juego del cuchillo

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«La historia del propietario de un motel de carretera que mata a las mujeres solitarias que se alojan en su establecimiento es lo de menos, una gran excusa (MacGuffin lo llamaba Hitchcock) para someter al receptor a la voluntad del narrador»

 

«Psicosis», uno de los grandes clásicos de la historia del cine y una de las obras más innovadoras de los años sesenta, es la elegida por Manuel de la Fuente para esta entrega de «El cine que hay que ver».

 

Una sección de MANUEL DE LA FUENTE.

 

En su última película, «La invención de Hugo», Martin Scorsese muestra cómo reaccionaron los primeros espectadores del cine ante la proyección de una película de un tren acercándose a una estación. Fue en París en 1895 cuando los hermanos Lumière proyectaron a los asistentes a una velada imágenes en movimiento. Quienes contemplaron aquello, como no estaban acostumbrados a ese tipo de espectáculos, se taparon los ojos con las manos ante el efecto que parecía real, el de un tren que iba a entrar en la misma sala a arrollar a los allí presentes. Pese a que la intención de los Lumière era meramente científica, ya que su pretensión era mostrar los avances en el registro de la imagen fotográfica, en aquel momento nació la idea sobre la que se sustenta el cine de entretenimiento: al espectador se le puede manipular en sus sensaciones, reacciones y emociones creando efectos, simulaciones de realidad, en la medida en que toma por real lo que ve en la pantalla.

Alfred Hitchcock tenía algo de científico. Le fascinaba, al igual que a los Lumière, el mismo invento. Pero, además, le obsesionaba el modo de conseguir manipular al espectador, llevarle a su terreno, explorar las posibilidades expresivas y narrativas del medio cinematográfico. Se valió de todos los medios que se le ocurrieron, desde convertir al director en la estrella publicitaria de las películas hasta la creación de efectos ópticos necesarios para que se produjese la inmersión total del espectador en lo que estaba contemplando. Fue tal esta obsesión que, con el tiempo, se ha convertido en uno de los cineastas más estudiados, citados e imitados por un sinfín de admiradores.

 

Una de las películas en las que más explotó este interés por la construcción narrativa fue «Psicosis» («Psycho»), estrenada en 1960. Tomando como punto de partida el giro argumental que se da en la novela homónima de Robert Bloch, el asesinato instantáneo e inesperado en la ducha, Hitchcock construye todo un estudio al respecto de cómo se tiene que crear una puesta en serie y en escena, cómo se tiene que planificar, dónde se tiene que poner la cámara, para atrapar la atención del espectador en todo momento. Así, la historia del propietario de un motel de carretera que mata a las mujeres solitarias que se alojan en su establecimiento es lo de menos, una gran excusa (MacGuffin lo llamaba Hitchcock) para someter al receptor a la voluntad del narrador. Tal y como le reconocía el director a François Truffaut en «El cine según Hitchcock», ése era el fin último de la película: “La construcción de esta película es muy interesante y es mi experiencia más apasionante como juego con el público. Con ‘Psycho’, dirigía a los espectadores, exactamente igual que si tocara el órgano”.

El momento más claro es el de la ruptura de las expectativas narrativas. Porque el personaje de Norman Bates (Anthony Perkins) aparece de repente en la historia, sin que nadie le espere y como una especie de personaje secundario que se apropia de un relato que no es el suyo. La película empieza contándonos cómo es la vida de Marion Crane (Janet Leigh), una mujer insatisfecha, que se encuentra sola y abatida por la rutina de su trabajo de oficinista en Phoenix, Arizona. Un día, coge el dinero de un cliente millonario y se escapa de la ciudad. Cansada después de estar horas conduciendo, se detiene en un motel para pasar la noche. Lo que hasta aquí es el clásico relato hollywoodiense deriva por otros derroteros que desarman al espectador, que desde ese instante ya no sabe qué se va a encontrar. Porque en el motel, mientras Marion se da una ducha, aparece, cuchillo en mano, una mujer que la asesina a puñaladas. De repente, ha cambiado todo: la protagonista ha muerto en el primer tercio de la película, deja de tener relevancia la incógnita de si iba a devolver el dinero o a seguir con su huida, y todo el interés recae sobre lo que sucede en un espacio (el hotel y la casa de Norman) que no era más que un sitio de paso y que ahora es el escenario principal. Lo que era accesorio pasa, de este modo, a un primer término y viceversa.

Este tipo de disrupción narrativa marcaría, de hecho, la conclusión del cine clásico norteamericano, su final como modelo narrativo para buscar nuevas vías con las que experimentar con las expectativas del espectador. Y hay muchos ejemplos que siguen, desde entonces, la senda de «Psicosis». Una de las más evidentes sería «Abierto hasta el amanecer» («From Dusk Till Dawn, Robert Rodriguez», 1996). La construcción de la historia parte del mismo principio que «Psicosis» con la subversión de un espacio de paso (aquí no es el motel de Norman, sino el bar “La teta enroscada”). Hasta la llegada al bar, asistimos a la peripecia de dos criminales que huyen de la justicia y cruzan la frontera de México secuestrando a una familia; a partir del bar, vemos una película de vampiros sedientos de sangre. Se ha producido, de nuevo, un giro total en la narración que busca desubicar al espectador y cogerle por sorpresa.

«Psicosis» está llena de elementos narrativos que buscan que el espectador no se cuestione nada ni descubra los entresijos del enigma que se plantea (la posesión de Bates a cargo de su madre muerta), que se deje llevar por donde quiera llevarle el director. Así, tenemos secuencias como la del asesinato del detective en la escalera de la casa: para que no veamos el rostro de Bates en el momento del crimen, la cámara va variando su posición mientras el espectador está distraído, siguiendo atento la conversación que se produce de fondo. O el momento en el que, mientras está huyendo en el coche, Marion se encuentra a su jefe cruzando un paso de peatones, produciéndose un cruce de miradas que centran la atención en el conflicto de la protagonista, que se sabe culpable por el robo que está cometiendo. Un momento que ha sido también homenajeado en numerosas ocasiones, como en «Pulp Fiction» (Quentin Tarantino, 1994) con el encuentro entre el boxeador y Marsellus Wallace, construido siguiendo la planificación de la película de Hitchcock.

Por todo esto, importa tan poco si el trauma del personaje de «Psicosis» es real o si la explicación del final resulta forzada. No va de eso la película, sino de plantearse retos nuevos en un momento, los albores de la década de los años sesenta, en que se adivinaban cambios de nuevo tipo, también en la narración cinematográfica. Retos que pasan por preguntarse si es posible eliminar de un plumazo al protagonista de una película o si es posible que el espectador se meta en una historia donde no hay ni un solo personaje con el que se pueda empatizar. Los caminos que explora la película resultan hoy en día de una gran modernidad y sitúan a Hitchcock como uno de los realizadores con mayor número de discípulos, como Martin Scorsese, que nos lleva continuamente por sus senderos, y nosotros, como espectadores, nos dejamos llevar, incluso cuando, como en «La invención de Hugo», una película infantil da paso a la reivindicación del espectáculo cinematográfico a partir de la recuperación de la figura del mago Georges Méliès. Porque tampoco resulta casual que a Hitchcock se le vengan atribuyendo dotes esotéricas con el cariñoso calificativo con el que se le conoce: “mago del suspense”. En eso consiste esa “magia”, en dejarnos manipular, décadas después, por una película nacida para que juegue con quienes la contemplan, sintiéndonos como espectadores que van a ver, por primera vez, un espectáculo cinematográfico.

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