«Es una constatación salvaje del Apocalipsis humano que se halla tras la profusión de imágenes audiovisuales lloviendo sobre nuestras retinas»
Jordi Revert sigue aproximándonos a títulos esenciales del cine. Este mes una de las cintas más polémicas de Stanley Kubrick, «La naranja mecánica»: una catarata de violencia y horror.
Una sección de JORDI REVERT.
Elegir una película de Stanley Kubrick para una sección titulada “El cine que hay que ver” es una tarea ardua y que siempre va a resultar, hasta cierto punto, injusta. Prácticamente su íntegra carrera, quizá no tanto desde «Fear and desire» (1953) o «El beso del asesino» («Killer’s kiss», 1955), pero sí desde «Atraco perfecto» («The killing», 1956), está compuesta por obras maestras capaces de adelantarse a su tiempo –»2001: Una odisea del espacio» «(2001: A space odissey», 1968) y su asombrosa perfección técnica– o monumentales inspecciones en los recovecos morales del alma humana –sus inolvidables «Lolita» (1962), «Barry Lyndon» (1975) y «Eyes wide shut» (1999)– que, por extensión, sirven como cuadro clínico de una contemporaneidad inestable flirteando con su propia destrucción –la fría y salvaje sátira de «¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú» («Dr. Strangelove, or how I learned to stop worrying and love the bomb», 1964)–.
De ese diálogo fatídico, sintomático entre el individuo y la colectividad, quizá sea «La naranja mecánica» («A clockwork orange», 1971) la película que mejor sirve a modo de ilustración. También porque, de entre toda su filmografía, es este título el que conserva una identidad más traumática –su exhibición estuvo prohibida durante 27 años en Gran Bretaña–, cuyo origen se remonta a la misma concepción de la novela. Publicada en 1962, «A clockwork orange» fue escrita por Anthony Burgess, quien había desarrollado su carrera como educador en Gran Bretaña y Malasia entre 1946 y 1960.
Burgess, que además compuso música de cámara y publicó un ensayo sobre James Joyce, se mostraría poco satisfecho con la que a la postre sería su creación más famosa, en buena parte gracias a la adaptación que Kubrick realizaría nueve años después. Para el escritor, el texto era menor en su trayectoria y la película no hacía sino traicionar, al menos en parte, el espíritu original de este. La razón se hallaba en una injerencia editorial: un editor neoyorquino accedió a publicar la novela de Burgess a condición de suprimir el capítulo 21, en el que, unos años más tarde, su protagonista Alex se mostraba harto de la violencia y prefería dedicar sus esfuerzos a la creación. Aquella conclusión optimista, que apostaba por la posibilidad de una transformación en el ser humano, resultó demasiado blanda para el editor, y en Estados Unidos «La naranja mecánica» se publicaría con 20 capítulos. Curiosamente, y pese a rodar en Inglaterra, esta sería la versión que tomaría como referencia Kubrick para su adaptación cinematográfica, la cual amplificaría la fama del original literario y, de paso, el descontento de su autor.
Todavía hoy la película se ofrece como un clásico de difícil digestión. Todo en ella parece dispuesto para entregar la experiencia más perturbadora posible: la incómoda adopción del lenguaje «nadsat» creado por Burgess –una versión rusificada del inglés que le permitía rebajar el impacto pornográfico de la novela–; el retorcido diseño de producción de John Barry, cargado de habitáculos y objetos imposibles que activan sugerentes atmósferas de ciencia ficción, y salpicado de deliberados fallos de continuidad que buscan la constante desorientación; la cámara de Kubrick, libertina y al tiempo meticulosa en su mirada basculante entre ojos de pez, violencia en slow motion y sexo en «fast motion»; y la electrónica banda sonora de Wendy Carlos, alternativa a la novena sinfonía de Beethoven que se clava como cuchillos en la descolocada mente del espectador. Estos son solo algunos de los elementos que componen la riqueza textual de una obra diseñada para apabullar los sentidos y abrirlos a la visibilidad de la ultraviolencia.
En esa confrontación, Malcolm McDowell hace de brillante maestro de ceremonias de un pérfido viaje desde el abrazo al mal, en su sentido más nihilista y destructivo, a su conversión en víctima de lógicas sistémicas de tortura y sumisión del individuo. En ese recorrido hay una cierta dislocación de las posiciones morales del que se sienta en la butaca, primero obligado a detestar al protagonista, después llevado a sentir empatía por él y a contemplar como la corrupción humana, bajo formas científicas, políticas y mediáticas, se extiende cual metástasis por la columna vertebral de la sociedad.
Algo de eso hay en el misterioso título, extraído de una vieja expresión de resonancias «cockney» para referirse a algo muy extraño –»ser más raro que una naranja mecánica»–, y utilizado por Burgess como metáfora para denotar la contradicción de imponer una moral mecánica a organismo vivo. Pese a su disconformidad del autor con el final de Kubrick, lo cierto es que el director entendió a la perfección la propuesta titular y tradujo las páginas de Burgess en algo más que una crítica feroz al sistema: «La naranja mecánica» es una constatación salvaje del Apocalipsis humano que se halla tras la profusión de imágenes audiovisuales lloviendo sobre nuestras retinas. La imagen de Alex obligado a mantener los párpados abiertos frente a un vídeo que muestra los horrores del Holocausto al son de la novena de Beethoven, no es solo una de las más célebres de la historia del cine, sino que además sintetiza la indefensión del individuo frente al sistema espectacular, aliado con el poder para extirparle toda voluntad de subversión del orden.
–
Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Instinto básico” (Paul Verhoeven, 1992).