«El título, la broma perenne y perpetuada en los anuncios de Martini, invoca una forma de vida dichosa, opulenta y despreocupada, cuando la película supone un ataque feroz y hasta cruel contra la decadencia de la clase alta romana»
En su serie de clásicos cinematográficos «que hay que ver», Jordi Revert nos propone recuperar una joya del cine italiano, «La dolce vita», con la que Fellini reflejaba el mundo decadente de la burguesía.
Una sección de JORDI REVERT.
La feliz Roma de los últimos años de la década de los cincuenta es el escenario en el que sucede la segunda llegada de Cristo. Con los brazos extendidos, llega colgando de un helicóptero, como abrazando una ciudad rebosante de alegría y bullicio. Su vuelo imponente levanta miradas y llama la atención de unas chicas que toman el sol en una terraza. Divertidas, pronto obvian la estatua y dirigen sus aspavientos a los pasajeros que viajan dentro de la cabina. Marcello (Marcello Mastroianni) y Paparazzo (Walter Santesso) les piden desde el aire su número de teléfono, petición que ellas declinan entre risas.
La escena no podría ser más apropiada para introducir «La dolce vita»: recorre en pocos segundos el mínimo espacio que media entre la severa tradición de la moral occidental y la vanidad perpetua del hombre, dispuesta a sabotearla a cada segundo de la historia. La película de Federico Fellini, como un aburrido trabajador que toma el metro a diario, repite ese trayecto con terrible naturalidad, sin que la narración o el desarrollo de sus personajes sea clave de nada. Desde sus comienzos, Fellini había comprometido su carrera a la caricatura de la realidad –sus primeros pasos fueron, de hecho, como caricaturista– y, dentro de esa caricatura, al retrato de las miserias humanas que se había aliado con el neorrealismo italiano –colaboró con Roberto Rossellini en los guiones de «Roma, ciudad abierta» («Roma, città aperta», Rossellini, 1945) y «Camarada» («Paisà», Rossellini, 1946), y el rastro del movimiento, aunque adulterado, estuvo presente en la primera parte de su filmografía–. Pero fue en esta película en la que el director nacido en Rimini empezó a forjar su cine más complejo y contundente, aquel que pasaba del paisaje terrible al ensayo en profundidad. Fue aquí donde el vasto mundo interior del realizador se decidió por fin a quebrar desde los cimientos la insostenible y pretenciosa realidad.
De ahí el título, la broma perenne y perpetuada en los anuncios de Martini, que invoca una forma de vida dichosa, opulenta y despreocupada, cuando la película supone un ataque feroz y hasta cruel contra la decadencia de la clase alta romana. La dulce fachada que representa la secuencia en la Fontana de Trevi, con Mastroianni admirando el baño de esa voluptuosa Venus que era Anita Ekberg, no debería hacernos olvidar la insistente vocación de la cinta por sumergirnos, sin apenas relato ni concierto, en el caos y el vacío existencial que adviene tanto en los ríos de tráfico frenético de las calles de la capital italiana como en las conversaciones agotadas de aburrimiento que mantienen famosos, artistas, intelectuales y millonarios vagabundos que saltan desganados de fiesta en fiesta.
En el centro, Marcello, el reportero a la caza del cotilleo que quiere convencerse de que su trabajo solo es algo temporal hasta culminar sus aspiraciones literarias. Mastroianni, que en «Fellini ocho y medio» («Fellini otto e mezzo», 1964) sería el trasunto ficcional del cineasta, es aquí el vehículo hacia la desesperación, un testigo que asiste al declive moral no solo de la acosada gente pudiente –sobre la que, literalmente, acaba por cabalgar en la insinuación de una orgía atravesada por la tristeza–, sino de una civilización a estas alturas dispuesta a vampirizar cualquier manifestación de amor, fe y honestidad. Así, las amantes envejecidas lloran el desprecio sufrido hasta flirtear con el suicidio, los milagros se convierten en circos colectivos que desembocan en tragedia, y la belleza infinita de una estrella de cine se vuelve vulgar y caprichosa en las distancias cortas. Todo, (casi) siempre puntuado por una partitura de Nino Rota no por casualidad hermosa y desconcertante al tiempo. Y al final, Marcello descubre que en su periplo romano, en un paseo en el que caben tantas vidas como en el de Leopold Bloom en Ulises, solo ha encontrado un atisbo de inocencia, una angelical camarera en un restaurante en la playa que tararea Patricia. En la playa, ambos se reencuentran y ella le grita algo desde lo lejos, pero él ya no le puede oír. No quedan palabras que le puedan salvar. Solo queda un infierno hedonista, caduco y agonizante, presidido por una raya gigante varada en la orilla y plagado de estupidez vestida de gala.
La dolce vita es un cuento sin estructura, una fábula sin moraleja pero de conclusiones devastadoras. Su triunfo en el Festival de Cannes –donde se alzó con la Palma de Oro– y su excelente recibimiento crítico rápidamente alimentó una leyenda que nunca ha dejado de crecer, en torno a una película riquísima en sus lecturas y fascinante en su proclamación de un estilo expresionista que Fellini confirmaría en su siguiente obra maestra, «Fellini ocho y medio». Una joya que no pudo verse en España hasta la década de los ochenta –su exhibición fue prohibida durante el franquismo–, y cuya influencia no ha dejado de extenderse más allá de la introducción de la palabra paparazzi en el vocabulario popular. Más de medio siglo después de su estreno, la cinta de Fellini es un título imprescindible no solo por los logros cinematográficos de un autor en bonanza creativa, sino por su calidad de salvaje radiografía social de un mundo que celebra entre ruinas.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “El salario del miedo” (Henri-Georges Clouzot, 1953).