El cine que hay que ver: “Harold y Maude”, de Hal Ashby

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“Durante buena parte del metraje, ‘Harold y Maude’ es un prototipo brillante de incorrección política, en el que los sucesivos intentos de suicidio de Harold son desarmantes rupturas para con la cotidianidad opresiva de una familia de clase alta”

 

“Harold y Maude” (“Harold and Maude”)
Hal Ashby, 1971

 

 

Texto: JORDI REVERT.

 

 

Saboteadores y amantes de la comedia romántica, los hermanos Farrelly tuvieron la nobleza de reconocer en “Algo pasa con Mary” (“There’s something about Mary”, Peter y Bobby Farrelly, 1998) a quién se debían. En un arranque de sinceridad, Mary (Cameron Diaz) confiesa a uno de sus pretendientes (Matt Dillon) que “Harold y Maude” es su película favorita. Que el referente escogido sea la obra de Hal Ashby revela mucho del pedigrí de ese inspirado trabajo de los Farrelly: “Harold y Maude” es, con toda justicia, un modelo a seguir en cuanto a la subversión de los lugares comunes de un género. Un temprano terremoto que divergía de formas clásicas como la “screwball”, pero que a la vez señalaba un camino divergente respecto a los esquemas prototípicos que se iban a consolidar y repetir hasta la náusea.

Para ello, “Harold y Maude” enarbola desenfadada la bandera de la libertad. Lo explicita la canción ‘If you want to sing out’, himno para la causa de Cat Stevens al ritmo del cual baila Harold (Bud Cort) en su conclusión: vive como quieras, ama a quien quieras, porque solo esa búsqueda guiada por el instinto y las emociones que atesoramos adquiere sentido en un mundo que no lo tiene. Esa es la base de un romance dispuesto a desplazar convenciones genéricas, el amor entre un mortecino postadolescente con tendencias suicidas y una anciana de vitalidad vertiginosa (Ruth Gordon) que destroza la configuración clásica de chico conoce a chica. El vínculo que se establece entre el personaje ciclónico de Ruth Gordon –demostrando su exquisita versatilidad poco después de su memorable papel en “La semilla del diablo” (“Rosemary’s baby”, Roman Polanski, 1968)− y el apocado de Bud Cort, sin embargo, desprende una naturalidad e intimidad que hacen verosímil el encuentro entre dos posiciones opuestas frente a la vida. Posturas que, evidentemente, se traducen en un aprendizaje por parte del más inexperto de los amantes, pero que en ningún caso adopta la forzada forma del mensaje puerilmente optimista.

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En realidad, lo que brota de la sucesión de anárquicos episodios que comparten Harold y Maude no es sino un amor puro y desprejuiciado, pero nunca exento de amargura. Hay en la película de Hal Ashby una acuciante sensación de finitud, fuerzas que operan bajo las imágenes para empujarnos insistentemente a superar el dolor que nos persigue y disfrutar lo mejor posible de nuestra existencia mientras esta dure. Dicho de otra manera, el mensaje que lanza se escribe en clave de comedia como celebración y vía para la superación, pero hunde sus raíces en el profundo drama del ser. De hecho, en uno de los giros más sorprendentes que haya deparado la tradición de la romcom, Ashby sugiere el pasado fundado en el trauma de uno de los protagonistas. En ese momento, la percepción del espectador en torno a las implicaciones emocionales y el micro-universo libérrimo de la pareja queda redefinida por completo. La alegría deja de ser un elemento accesorio que impone el género, sino aquel que cataliza una toma de consciencia de la necesidad de secundar esa actitud vitalista sin ambages.

Durante buena parte del metraje, “Harold y Maude” es un prototipo brillante de incorrección política, en el que los sucesivos intentos de suicidio de Harold son desarmantes rupturas para con la cotidianidad opresiva de una familia de clase alta. En su último tercio, empero, esas grietas se redefinen en función de unas coordenadas más amplias, la de un contexto atenazado por la Guerra de Vietnam. En ese escenario, Maude se constituye como una activista que con el tiempo y el cansancio ha reemplazado la acción política por una esencial reacción ante los parámetros de la realidad desde el ánimo propio. La replantación de un árbol que estaba en la vía pública o el robo de un coche pueden parecer meros actos de insólito vandalismo a manos de una octogenaria, pero acaban por revelarse como signos de un espíritu indestructible en su empeño inconformista. Así se forja, en esas transiciones de la vida a la muerte y viceversa, de la rendición a la lucha por ser uno mismo pese a todo, la identidad de una de las mejores comedias del cine, mecida de principio a fin por las despreocupadas melodías de Cat Stevens y plenamente consciente del poder vitriólico de la composición del plano: en una de tantas posibles cumbres, el baño matutino en la piscina de la dominante madre de Harold al son del Concierto para piano nº 1 de Tchaikovsky se convierte en un dantesco e hilarante plano frontal en el que la muerte y la indiferencia conviven entre sonidos imperiales. Una imagen tan cargada de contrariedad como de belleza, que define a la perfección el genoma complejo y fascinante que esconde la película bajo su aparente sencillez.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Fargo”, de Joel y Ethan Coen.

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