«La estructura de Estados Unidos se basa en un consenso por el que todos se comportan de manera adecuada, sin cruzar ciertas líneas rojas. ‘Ciudadano Kane’ las cruzó, y la mejor manera de anularla fue apartar a su director para siempre»
Considerada la mejor película de la historia del cine: «Ciudadano Kane» fue puro Welles. Excesiva e incisiva, Hollywood no le perdonó al niño bonito que fuera a por el magnate de la prensa William Randolph Hearst.
Una sección de MANUEL DE LA FUENTE.
Imaginemos la siguiente situación. Un joven director teatral español recibe la oferta de realizar una película con total libertad. No solo tendrá suficientes medios, sino que puede idear su propia historia y elaborar su guión. Dado que se ha ganado una cierta reputación y parece un talento prometedor, se le ofrecen todas las posibilidades al respecto y contará con los mejores técnicos de la industria. Y va y no se le ocurre otra cosa que hacer una falsa biografía sobre una figura importantísima de nuestro país, digamos Emilio Botín, el famoso y poderoso banquero. La película está llena de referencias desmitificadoras al respecto y, por si fuera poco, la historia transcurre alrededor de una palabra que, en realidad, es la palabra que usa Botín para referirse, en su intimidad, a los genitales de su amante. No cuesta imaginar el futuro comercial de esa producción.
Bien, pues esto es lo que hizo Orson Welles cuando, en 1941, realizó «Ciudadano Kane» («Citizen Kane»). Considerado un auténtico niño prodigio, a los 25 años de edad la RKO le confió la realización de una película. Acabó siendo una cinta emblemática que ponía sobre el tapete varios puntos conflictivos para entender el cine como medio expresivo.
El primero sería el problema de la autoría. Porque Welles demostró que sí, que el autor máximo de una película era el director, algo que había dejado claro D.W. Griffith y que se había establecido como norma en Hollywood en los años 30, sobre todo a partir de la popularidad de cineastas como Ernst Lubitsch o Josef von Sternberg. Pero en «Ciudadano Kane», Welles estableció la idea del equipo, de que la realización de una película requiere de un grupo estable, y de ahí que la suya empiece y acabe con la presentación de su grupo teatral, el Mercury Theatre, con el que elaboró la cinta. Aparte de eso, contar con un guionista como Herman J. Mankiewicz, un director de fotografía como Gregg Toland, y un compositor como Bernard Herrmann (por no hablar de que el montaje corrió a cargo de Robert Wise) supuso la conjugación de talentos individuales conjuntados al servicio de una obra colectiva. La fórmula causó un gran impacto en su momento, y, años más tarde, directores como R.W. Fassbinder reivindicarían la constitución de un grupo teatral estable como garantía para una adecuada carrera en el cine.
El segundo punto de conflicto de «Ciudadano Kane» es la oposición entre libertad creativa y censura industrial. Sí, Welles tuvo las manos libres en todo momento pero en Hollywood eso es un caramelo envenenado. Máxime en el caso de Welles, que entendió demasiado tarde las maquinarias censoras de la industria, manifestada a través de una serie de redes de poder y que pueden suponer la interrupción de toda una carrera. Es lo que pasó con Welles, que no volvió a contar, ni de lejos, con esa libertad de la que había disfrutado para hacer su primera película. Es más, su caso resulta paradigmático del precio que se cobra Hollywood cuando esa rebeldía no se pliega a las normas que todos conocen. A lo largo de su carrera, solo pudo concluir menos de una quincena de películas, todas ellas de bajo presupuesto y, en muchos casos, remontadas y cortadas. Todo eso mientras la industria reivindicaba sin cesar «Ciudadano Kane» y todas las listas la situaban como la mejor película de la historia del cine. Así funcionan los homenajes en la industria del entretenimiento norteamericano: son certificados de defunción. Que se lo pregunten, por ejemplo, a Billy Wilder, homenajeado y apartado a la vez durante sus últimos veinte años de vida.
«Establece el conflicto entre tradición y vanguardia. Porque ése es el gran logro de la película de Welles: insertar en la tradición del cine de Hollywood las formas expresivas de las vanguardias artísticas»
Por último, «Ciudadano Kane» establece el conflicto entre tradición y vanguardia. Porque ése es el gran logro de la película de Welles: insertar en la tradición del cine de Hollywood las formas expresivas de las vanguardias artísticas. En «Ciudadano Kane», el director escénico Welles huyó de una planificación teatral y pensó en nuevas posiciones para la cámara. Dejó de lado la frontalidad y decidió que había que potenciar los planos en picado y contrapicado para expresar la vileza o grandeza de los personajes retratados. Y, como consecuencia, se dio cuenta de que la ruptura de la frontalidad afectaba al interior del plano, con lo que dotó de visibilidad a lo que sucedía al fondo del mismo (mediante la profundidad de campo) y que la perspectiva tenía que mostrarse enseñando los techos de los interiores. Hollywood dejó de ser teatro filmado después de la crisis de la llegada del sonoro y, a partir de «Ciudadano Kane», el cine norteamericano recuperó la autonomía expresiva como medio que había tenido en la etapa del cine mudo.
Estos puntos de reflexión los ofrece Welles en una película que no esconde sus ganas de impresionar, de sorprender al mundo. El mismo año de su estreno, Borges decía de la película: “Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”. De hecho, toda la película está construida bajo este principio, intentando llevar al máximo las ideas narrativas de su creador. Así, algunos de sus momentos más recordados, como la secuencia del desayuno o la contratación de los redactores del periódico de la competencia, son la mostración del manejo de la elipsis narrativa, como si Welles nos estuviera dando lecciones sobre cómo hay que hacer las cosas.
Y todo ello, recordemos, en una historia que constituye una burla y un ataque frontal a William Randolph Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa. La película es una especie de biografía no autorizada, donde se recoge la megalomanía de alguien que provocó guerras, que puso y quitó políticos y que ejerció su poder de una manera excesiva. No contento con ello, Welles rizó el rizo: la palabra “Rosebud”, que ejerce de hilo argumental (el trineo de la infancia de Kane, que recuerda éste en su lecho de muerte, como símbolo de la inocencia perdida y de la felicidad nunca conseguida) era el apodo que usaba Hearst con su amante Marion Davies para referirse a las partes íntimas de ella.
Ahí es donde se la jugó Welles. Y ahí es donde perdió. Porque puedes ser el niño bonito, el talento que nadie discute y que todos aplauden, pero siempre que sepas estar en tu sitio y que no le toques las narices a papá. Y papá puede ser uno de los hombres más poderosos del país o puede ser el propio Tío Sam, porque la estructura de Estados Unidos como nación se basa en un consenso por el que todos se comportan de manera adecuada, sin cruzar ciertas líneas rojas. «Ciudadano Kane» las cruzó, y la mejor manera de anularla fue apartar a su director para siempre y convertir la película en una pieza de museo: diciendo que es la mejor, nadie la verá con sus sentidos originales, sino como una obra canónica y despersonalizada. Es lo que percibió Borges y lo que ha acabado sucediendo.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “La sal de la tierra” (Herbert J. Biberman, 1954).