Han sido dos conciertos (23 y 24 de marzo) en su pueblo natal, Verges (Gerona), con los que Lluís Llach ha dado por acabada su carrera profesional. El cantautor, de sólo 59 años, asegura que no continuará actuando ni grabando, que hace tiempo tomó la decisión de retirarse en este momento y que así va a ser.
Una decisión sorprendente, pero Lluís Llach siempre fue el músico más atípico de ese movimiento surgido en los años 60 y que se llamó Nova Cançó. Y fue atípico porque, precisamente, fue el más músico de todos ellos. También el menos acomodaticio. Si Serrat tenía la capacidad para dominar la poesía sencilla del hombre de la calle, Raimon la cruda inmediatez de la reivindicación más combativa, Llach manejaba los recursos musicales (armonía, melodía) como nadie.
Si la situación política española hubiese sido distinta, la carrera musical de Lluís Llach también lo habría sido, pero le tocó bregar con tiempos en los que la canción era arma ideológica y a ella se implicó con todas sus fuerzas. Pero aquellas “L’estaca”, “El bandoler” o “La gallineta”, si se analizan mínimamente se verá que no son simples panfletos, que son canciones creadas con el rigor del músico que por adversas que sean las circunstancias, no puede eludir su dominio de las estructuras musicales. Por ello, por su inquietud musical, y aunque siempre ha dejado constancia bien explícita de su ideología, Llach supo combinar las canciones “necesarias” con aquellas más íntimas en las que se dejaba llevar por su pasión por la música clásica, por el jazz, por los ritmos populares, alcanzando con Viatge a Itaca (1975), su sexto LP, la primera cima de su carrera. Un álbum musicalmente arriesgado para aquellos días y para este país, pero que fue excelentemente recibido y hoy está considerado uno de los discos esenciales en cualquier selección discográfica que repase la historia de la música española. Y, por qué no, una de las grandes obras musicales que ha dado la música popular de todos los tiempos y hemisferios. Un disco que cualquier apasionado de la música debería conocer.
Luego llegarían otras grandes obras, Campanades a morts (1977), Verges 50 (1980), el cambio de sonido con I amb el somriure, la revolta (1982), Maremar (1985), el pulso en directo llenando el estadio del FC Barcelona (recogido en el doble Camp del Barça, 6 de Juliol de 1985)… Fueron las décadas de los 70 y 80 las de la mitificación de Llach, la idolatría de su público que, me temo, llegó a cansarle, así que él fue grabando los discos que le apetecía, investigando (esta ha sido una de las constantes en su carrera), combinando las grandes obras (con esencia de cantatas) como Un pont de mar blava (1993) y Temps de revoltes, con obras como 9 (1998) o Jocs (2002), más orientadas a buscar la canción cercana al pop (tal y como Llach entiende el pop, claro), sin más.
Ha dado muchas vueltas Lluís Llach en estos 40 años de carrera profesional, ha logrado dar forma a una discografía a la que pocas objeciones se le pueden poner e incluso ha alcanzado el reconocimiento internacional (esencialmente en Europa) que la España de las autonomías le ha negado por cantar en catalán: ironías del destino, Llach era más escuchado fuera de Cataluña durante la dictadura y la Transición. Pero él jamás ha retrocedido, se ha sabido incómodo y mosca cojonera reivindicativa, ha eludido el papel de Gran Señor que el tiempo le tenía reservado y se ha mantenido como un tipo de la calle que va a su aire. En el escenario, en su penúltimo concierto, seguía declarándose “de izquierdas y nacionalista radical”. Así ha sido siempre.
Con negocios vinculados con el vino, tiene bodega propia en El Priorat (Tarragona), parece que se dan las circunstancias para esta retirada, pero uno intuye que este culo inquieto que siempre ha sido Lluís Llach regresará. Algunos le estaremos esperando.