“Deslumbra que entre sesión y sesión pudiera reunirse con Briggs y, de una sentada, con la urgencia y la gracia de quien afronta un ensayo, forjase semejante maravilla”
Julio Valdeón analiza las diez canciones que Neil Young grabó con su productor David Briggs en 1976. Una sesión quizá sin demasiadas pretenciones que sin embargo fijó un disco recién editado e imprescindible dentro de su obra: “Hitchhicker”.
Texto: JULIO VALDEÓN.
11 de agosto de 1976. ¿Qué hacía usted en esa fecha? Seguro que no lo recuerda. Apuesto a que Neil Young tampoco. Normal. Dudo que fuera una jornada extravagante o apoteósica. Hizo lo que muchos otros días. Quedó con David Briggs, el mejor productor que jamás tuvo. Armado de una guitarra acústica, bien pertrechado de marihuana, tequila, cerveza y cocaína, y acompañados por un amigo común, el cineasta Dean Stockwell, que asistió como espectador, grabaron diez maquetas. Como quien no quiere. En plan aquí un cigarrito y aquí la penúltima rola que escribí y si te parece la canturreo y pasamos a la siguiente. ¿El resultado? Diez canciones imperiales. Ocho ocupan un considerable espacio entre lo más sustancioso de su canon. Hablamos de gemas icónicas del calibre de ‘The old country waltz’ (“American stars ´n´ bars”, 1977), ‘Pocahontas’, ‘Ride my llama’ y ‘Powderfinger’ (“Rust never sleeps”, 1979), ‘Human highway’ (“Comes a time”, 1978)… y así hasta llegar a ‘Hitchhicker’ (“Le Noise”, 2010). Dos quedaron fuera, la espectral ‘Hawaii’ y la evocadora ‘Give me strength’, inéditas hasta la recuperación que practica en este disco.
“Hitchhicker” (Reprise Records), que así se llama el artefacto, tiene el encanto de escuchar un ramillete de himnos en su versión primigenia. En algunos casos se trata de canciones rematadas al milímetro. Por ejemplo la bellísima ‘Pocahontas’, a la que solo faltaba por meterle unos cromados. ‘Powderfinger’, que mutaría en dinamita eléctrica acompañado por Crazy Horse, exhibe aquí su exquisito poso country-folk y, de paso, la asombrosa ductilidad de su arreglo. Otras, como ‘Human highway’, no pasan de ser meros bocetos… ¡aunque menudo croquis! En el caso de la autobiográfica y crudísima ‘Hitchhicker’ contemplamos los esfuerzos de Young por capturar el espíritu de una canción inapresable, mientras que con ‘The old country waltz’ se las apaña para irradiar una melancolía feroz. Sin asomo del acento pastoril de la (estupenda) toma que conocíamos por “American stars ´n´ bars”. Los inevitables costurones de una faena sin red de seguridad, y en la que importa mucho más el fondo que la forma, acrecientan el abrasivo encanto.
En fin, yo ya entiendo que Young venía de marcarse “Tonight´s the night”, “On the beach” y “Zuma”, tres de los discos capitales de los setenta, en apenas 15 meses, o sea, que estaba en mitad de una racha sideral, pero aún así deslumbra que entre sesión y sesión seria, o convencional, o como quieran llamarla, pudiera reunirse con Briggs y, de una sentada, con la urgencia y la gracia de quien afronta un ensayo, forjase semejante maravilla. Que su propósito no fuera otro que el de modular sus nuevas creaciones para luego dejarlas en barbecho, madurando y a la espera de mejores ideas, multiplica el asombro.
Borrador o aguafuerte, bosquejo o programa. “Hitchhicker” es también, y por las mismas razones que el inigualable “Nebraska” de Springsteen, una obra maestra.