CINE
“A pesar de tratarse de una película esquemática y rápidamente olvidable, juega a su favor su extraña capacidad de reírse de sí misma y al tiempo tomarse en serio”
“Eddie el Águila” (“Eddie the Eagle”)
Dexter Fletcher, 2016
Texto: JORDI REVERT.
En los Juegos Olímpicos de 2000 en Sydney, el deporte de la natación vivió uno de sus episodios más épicos: el pulso en la piscina entre el australiano Ian Thorpe y el holandés Pieter van den Hoogevan fue un duelo de titanes que devoró récords y propició grandes espectáculos unos años antes de que Michael Phelps llegara para dar un golpe sobre la mesa. La cara B de ese relato la protagonizó el ecuatoguineano Eric Moussambani. En un esfuerzo del Comité Olímpico por fomentar la participación entre los países menos desarrollados, fue invitado a participar como nadador en los 100 metros libres. Sin haber visto una piscina en su vida, entrenó apenas unos meses antes en el mar, en ríos y en una piscina de 20 metros del Hotel Ureca de Malabo, prácticamente la única en su país de origen. El resultado fue sorprendente: en la piscina olímpica de Sydney, los dos únicos competidores de Moussambani no salieron correctamente en sus respectivas calles y fueron descalificados. Él solo tenía que cubrir la distancia y alcanzaría la gloria. Pero aquellos 100 metros fueron una larga carrera contra sí mismo que el africano estuvo a punto de no terminar. Aquella sufrida ida y vuelta convirtió a Moussambani en improbable héroe que encarnaba tan bien como los reyes de la piscina ese espíritu de superación enarbolado por los Juegos Olímpicos, y que sería bautizado para la historia como Eric ‘La Anguila’.
Aquel apodo era la respuesta acuática al saltador de esquí Eddie ‘El Águila’ Edwards, inglés tenaz empeñado en cumplir su sueño de alcanzar los Juegos Olímpicos de Invierno de 1988 en Calgary, Canadá. Con una escasa preparación, la inexistencia de un equipo olímpico británico para la disciplina y toda la voluntad del mundo, Edwards salvó todos los obstáculos para acabar logrando su meta de competir junto a los gigantes del salto de esquí. En la mejor secuencia de “Eddie el Águila”, el campeón finlandés Matti Nykänen dialoga con él antes del gran salto y reflexiona sobre el auténtico sentimiento que a ambos les recorre en el momento del vuelo, algo que quizá ni los demás competidores ni la competición en sí misma pueden entender de la misma manera. Lo fácil sería refugiarse en el lema olímpico de que lo importante es participar –como hace la película antes de sus créditos finales−. Sin embargo, es esa persecución a toda costa de esa sensación única e inmaterial donde reside el verdadero espíritu del personaje, el mismo que ese dios nórdico parece comprender. Hasta llegar a ese momento, la cinta de Dexter Fletcher (“Amanece en Edimburgo”) se ofrece como biopic afable, contagiado del brío y el humor de su productor Matthew Vaughn para contrarrestar la planitud de los secundarios –casi todos ellos indistintamente dibujados para volcar toda la mofa y condescendencia posibles sobre el protagonista− o conjurar los peores vicios de los relatos de superación –la épica permanente de la banda sonora−. A pesar de tratarse de una película esquemática y rápidamente olvidable, juega a su favor su extraña capacidad de reírse de sí misma y al tiempo tomarse en serio, lo que en última instancia establece una verdadera identificación con el propio Edwards en la que un irreconocible Taron Egerton tiene buena parte de culpa.
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Anterior crítica de cine: “Steve McQueen: The man & le mans”, de Gabriel Clarke y John McKenna.