FONDO DE CATÁLOGO
«Un disco sostenido por melodías pegadizas y letras ocurrentes en las que asomaba cierta pizca de melancolía»
Treinta años cumple uno de los discos icónicos del rock español, Échate un cantecito de Kiko Veneno. Un retrato callejero y fresco, coloquial y poético al mismo tiempo, que consagró definitivamente a su autor tras su etapa en Veneno. Lo recuerda Luis García Gil.
Kiko Veneno
Échate un cantecito
BMG/ARIOLA, 1992
Texto: LUIS GARCÍA GIL.
Échate un cantecito fue el disco de la resurrección artística de Kiko Veneno, grabado en un año tan señalado como 1992. Para llegar a esta obra clave, en la que el músico criado en Sevilla se reencontró consigo mismo, tuvieron que darse una serie de circunstancias positivas; una de ellas el mecenazgo y ascendencia de Santiago Auserón, el entonces líder de Radio Futura, que es el que impulsa a Kiko a tomar conciencia de su arte y de su personalidad musical.
Sobrevuela en el espíritu de Échate un cantecito la vieja audacia burlona de un músico inquieto cuyo nombre artístico, Veneno, dio nombre a un singularísimo proyecto musical de raíz andaluza, tan fugaz como trascendente, que en 1977 supuso el detonante de lo que dio en llamar, en ese afán por etiquetarlo todo, nuevo flamenco. Aquellos vientos de contracultura posibilitaron la aparición de Kiko Veneno, que navegó por las movidas ochenteras sin tomar excesiva conciencia de sus verdaderas posibilidades, esas que cristalizaron en un disco de reenganche tan estimulante como fue Échate un cantecito.
El pasado mes de agosto Kiko Veneno tocaba en Chiclana con la Banda del Retumbe, dentro de las denominadas Royal Hideaway Sessions. En aquel recital, que se prestaba a la intimidad debido al pequeño anfiteatro que lo acogía, sonaron la mayoría de canciones de aquel Échate un cantecito, muestra de su vigencia y de la importancia que tuvo en la propia carrera de Kiko. Lo conectó además con una nueva generación de oyentes que encontraron en aquellas canciones frescura e imaginación, fruto de alguien dueño de un universo propio y que recién llegado a la cuarentena alumbró todo un disco de madurez, en el que tuvo mucho que ver ese intercambio cultural sostenido con Auserón, su guía mientras iba desarrollando las maquetas.
De ese proceso creativo nacieron varios clásicos en los que se reivindicaba la dignidad de las fuentes populares, de las raíces, como él mismo le explicaba al recordado Ignacio Sáenz de Tejada en las páginas de El País: «Hay que defender la música popular, porque estamos perdiendo las fuentes. Trabajamos con un material puro y noble, y tenemos que mantener esa dignidad». Una reflexión que con el tiempo transcurrido se antoja si cabe más necesaria.
Las canciones
La narrativa contagiosa de “Lobo López” servía de carta de presentación del disco, sustentado en melodías pegadizas y letras ocurrentes en las que asomaba cierta pizca de melancolía. El personaje de esta primera canción reencuentra por la calle al amor perdido y desmenuza impresiones y sensaciones: «Un día Lobo López / se encontró a su amada / hace cuanto tiempo / y me alegro tanto / te veo muy cambiada…». Un buen arranque que prosigue con “El mensajero”, con sus sonidos africanos, y sobre todo con la confesión amorosa de “Te echo de menos”, una rumba aquietada, llena de vida y de cotidianeidad, también de ironía cuando canta: «Lo mismo te echo de menos, lo mismo…que antes te echaba de más» Hay estampas muy precisas de evocación de aquel amor compartido a través de imágenes como las de esa cama revuelta, ese zumo y tostadas del desayuno y hasta la de ese gato que araña. “Echo de menos” es una de las cumbres de Kiko en un disco lleno de momentos álgidos.
Otro de esos momentos lo protagoniza la muy gráfica, arrabalera y periférica “Superhéroes de barrio”, en la que Kiko, a modo de collage impresionista, sitúa algunas de sus referencias, de Bob Dylan —al que versionará en su siguiente disco— a los taurinos Joselito el Gallo o Curro Romero, pasando por Orson Welles y Rita Hayworth con La dama de Shanghái en el pensamiento. También asoma Di Stéfano, ídolo balompédico, y hasta El Gordo y el Flaco. La canción tiene una geografía concreta, el barrio sevillano de Pino Montano, y algo de viñeta caleidoscópica a la manera de aquella legendaria “Qualsevol nit pot sortir el sol” de Sisa.
“Me siento en la cama”, quinta canción del disco, es otra pequeña joya, una balada desnuda, poesía del instante cotidiano, de quien se sienta en la cama y divaga. La radio, el cigarrillo, la guitarra en su rincón, como un viaje alrededor de un cuarto en el que también hay restos de amor entre las sábanas. Todo ello con un regusto flamenco y charnego que está en la base de su arte y de su cante. A veces no hace falta más que el acompañamiento de un par de guitarras, de un sintetizador nada invasivo y de unas palmas andaluzas.
La desiderativa “Fuego” tiene un punto brasileño y erotizante y sonó mucho entonces: «Fuego / en el monte de Venus / yo me voy a quemar / fuego / pero no hay agua en el mundo / que lo pueda apagar…». “Salta la rana” es una desbordante pieza surrealista que remite a los tiempos de Veneno. Aquello de «me tiraste un limón y me diste en to’ la frente» parodia y homenajea aquel soneto de Miguel Hernández que comenzaba: «Me tiraste un limón y tan amargo / con una mano cálida y tan pura…». El disco, por no perder de vista al poeta oriolano, es un rayo de estampas incesantes como “Joselito”, que tuvo una gestación lenta y constituye otro retrato magistral, sureño y efusivo, que empieza remedando los modos de la copla, pero con la flor de la heterodoxia en el talante. Joselito canta y al cantar espanta su mal. Citando a Triana, es otro «hijo del agobio» que va y viene por el filo mismo de la vida.
Échate un cantecito culminaba su trasiego callejero con “Reír y llorar”, que no desentona con el resto del disco, y con otra pieza emblemática y rumbera, “En un Mercedes Blanco”, un relato lleno de salero pero con un deje trágico, el que marca la realidad de un barrio deprimido, el de las Tres Mil Viviendas de Sevilla: «En un Mercedes blanco llegó / de lunares el pañuelo / todos los chiquillos detrás de él / y siempre va mirando el suelo». Kiko Veneno se asoma a la marginalidad, transita las periferias, bucea en el alma gitana, en la odisea de los andaluces errantes.
Grabación en Londres
Una figura clave en el desenlace de un disco como este es Jo Dworniak, el productor que otorga sentido a todo el conjunto. «Para mí fue fantástico que después de tantos años de lucha, un inglés de 31 años entendiera lo que había en mi música y decidiera ponerle orden y sonido, que saliera como tiene que ser», le contó el músico catalán —criado en Sevilla— a Luis Clemente, su biógrafo en el libro Kiko Veneno. Flamenco rock, uno de los contadísimos acercamientos a su obra. Dworniak se llevó a Kiko a Londres y le rodeó de competentes músicos de sesión, con Frank Tontoh a la batería, Karl Vanden Bosch a la percusión, Nigel Roberts a los teclados y el propio Dworniak al bajo. A ellos se unen dos presencias importantes para aportar el toque andaluz y la reminiscencia sevillana: Andrés Herrera Pájaro, parte guitarrera de Silvio y Sacramento, y Lolo Ortega, de la Caledonia Blues Band. Todos contribuyeron a la luminosidad rítmica del conjunto.
En Échate un cantecito Kiko entrega una poesía instantánea, veraz, coloquial, que mezcla absurdo y cotidianeidad. Como letrista nunca fue tan imaginativo en el manejo de la hilaridad con toques absolutamente genuinos. Sus personajes callejeros están retratados con humanidad, con ternura, parte de un microcosmos peculiarísimo y de una Andalucía idiosincrática que el autor de la mítica “Volando voy” conocía bien. Échate un cantecito cifra el canon de Kiko Veneno y marca toda su trayectoria posterior hasta convertirle en un artista de absoluta referencia, capaz de poner de acuerdo en aquel ya lejano 1992 a los críticos de Ruta 66 y a los de Rockdelux. Casi nada.
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Anterior Fondo de catálogo: Boogie with Caned Heat, de Caned Heat.