“El Dylan septuagenario de 2015 luce palmito, se contornea, abre los brazos, incluso se esfuerza en modular la voz con mueca bribona cuando evoca a Frank Sinatra. Se divierte”
El “Never Ending Tour” pasó este miércoles por Granada, cuarta parada española de la gira de de Bob Dylan, antes de despedirse en Córdoba y San Sebastián. En la ciudad de La Alhambra le vio en directo Eduardo Tébar.
Texto y fotos: EDUARDO TÉBAR.
Bob Dylan
8 de julio de 2015
Palacio de los Deportes de Granada
Existe una trampa inicial en los conciertos de Bob Dylan. La gente acude como quien abre un viejo álbum de cromos. Y asistimos a una ceremonia extraña: casi nadie sabe lo que canta, pero no cabe duda de que es importante. Poco margen de sorpresa. ¿O sí? El repertorio es el mismo en todos los recitales. El artista, que no admite el acceso a fotógrafos, tiene el detalle de colgarlo la misma noche en su web oficial. Pero ninguno de los más de 4.000 prosélitos esperaba la feliz comparecencia del señor provecto que anoche cautivó Granada. Porque no era el Dylan que llegó encapuchado preguntando por Federico García Lorca en abril de 1999. Ni el autista que se atrincheró con el teclado en una esquina del fondo entre los olivares de Jaén en 2008. El Dylan septuagenario de 2015 luce palmito, se contornea, abre los brazos, incluso se esfuerza en modular la voz con mueca bribona cuando evoca a Frank Sinatra. Se divierte.
Tozudamente empeñado en su “Gira de Nunca Acabar”, como si de lo contrario el mundo fuera a acabarse, Dylan todavía pellizca. Urge matizar que el hábitat natural de esta música es la intimidad de un club. Al margen de la acústica insufrible del Palacio de los Deportes, el escenario se convirtió en un espacio cálido, confortable, con luces de vodevil y cuatro micrófonos de cinta rodeándole en el centro. Ambiente de nocturnidad humeante para las versiones redibujadas de sí mismo. El grueso del cancionero lo capitalizó su producción del siglo XXI. Un perpetuo reciclaje de sonidos de entreguerras que, eso sí, cargan con la pátina literaria. Como el honky tonk woogie tabernario de ‘Duquesne whistle’, que bailó la amargura de los cantos fechados en los duros episodios de la Gran Depresión. La tristeza es pura artesanía.
A todo esto, la duda recurrente. O le gusta mucho el dinero o le gusta mucho la carretera. Dylan asume el oficio como dogma de fe y reivindica canciones que nacieron antes que él. Antes de que el demencial circo del entretenimiento estallara en nuestras caras. Más bien, parece empecinado en convalidar aquella promesa de juventud a Woody Guthrie. Como su mentor, Bob quiere gritar con orgullo que recorrió un largo camino. El camino. Siempre el camino. Quien no conoce la pasión, no conoce nada por dentro.
La banda, por supuesto, exquisita. Elegantes guitarras eléctricas de Charlie Sexton y Stu Kimball. Mucha atmósfera envolvente con la pedal steel. Correctos en su contención el contrabajo de Tony Garnier y la batería de George Receli. Y encomiable el esfuerzo del jefe por aguantar en pie dos horas, salvo sus escasas intervenciones sentado al piano de cola. Fabuloso. Si Dylan irradia alegría, el público también. Así de simple. Ah, y siente predilección por “Blood on the tracks”, su confesionario de hace cuatro décadas. Dos momentos álgidos los protagonizaron ‘Simple twist of fate’ y ‘Tangled up in blue’, con un delicioso fraseo de armónica, como balancín que embellece la noche. Ahora busca la raíz y huye de la asonancia. Nadie ha explotado tanto su no-voz. Antonio Arias sostenía hace años que Dylan es un cantaor flamenco. Dylan: todo lo universal.
Imposible no sucumbir ante un temario tan panorámico. Esencia de rhythm and blues y bluegrass. Ese “tumbao” en ‘Beyond here lies nothing’, como ya escuchado antes por Howlin’ Wolf y Otis Rush. La sensación de que Muddy Waters pasó antes por allí. El vals ‘Waiting for you’. La brisa del Delta en ‘High water (for Charley Patton)’. El swing de ‘Spirit on the water’. O la melodía oscura y ondulante de ‘Scarlet Town’. Regaló un descafeinado ‘Blowin’ in the wind’ en los bises y se largó a la caravana después de sellar un cierre épico con la rotunda ‘Love sick’: “Ya me aburre el amor, pero estoy metido en él”, murmuró antes de coger la puerta.
Otra novedad: esta vez Dylan acepta teloneros eléctricos. Cuentan que su equipo quedó maravillado con la voz de Soleá Morente. La actuación de Los Evangelistas, ese híbrido de Los Planetas y Lagartija Nick con la genética de El Ronco del Albaicín resultó irregular. Fallaban elementos básicos. El lugar, el entorno, el sonido. Sobre todo lo último. El grupo granadino se vio obligado a tocar con solo el veinte por cierto de los altavoces operativos y la gama de frecuencias descompensada. Su pasajes de psicodelia flamenca y dream pop lisérgico se desdibujaron en el éter. Aunque rozaron la plenitud, a pesar de los pesares, en pasajes como ‘Yo, poeta decadente’, con versos de Manuel Machado. Espléndidos cuando Soleá alzó el puño y Antonio Arias le siguió en los coros. Luego apareció Bob Dylan y, claro, se hizo el voltaje. Y las palabras. Y el pellizco.