“Dunkerque”, de Christopher Nolan

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CINE

 

“El problema es que todo está al servicio no de la historia o los personajes, sino de la emotividad, una emotividad que no es sino vacía, oportunista y, en definitiva, obvia”

 

 

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“Dunkerque”
Christopher Nolan, 2017.

 

Texto: ELISA HERNÁNDEZ.

 

Desde su consolidación como director superestrella con la trilogía de “El Caballero Oscuro” y la alabadísima épica de ciencia-ficción “Intestellar” (2014), cualquier proyecto de Christopher Nolan genera enormes expectativas. En esta ocasión se atreve con la casi milagrosa evacuación de Dunquerque a finales de mayo y principios de junio de 1940, conocida también como “operación Dinamo” y narrada aquí a través la historia de un conjunto coral de soldados y civiles en diferentes espacios y tiempos diegéticos.

La impresionante hazaña bélica, sin embargo, sirve simplemente como excusa para poner en marcha esos mecanismos de intensidad emocional y humanismo presuntuoso que poco a poco han ido adquiriendo cada vez más peso en la filmografía del guionista y director británico (sobre todo en ese despropósito que es el tercer acto de “Interstellar”). Y cualquier otra operación, historia o batalla de la II Guerra Mundial habría valido. Lo único que interesa es mantener en vilo al espectador haciendo uso de cualquier recurso audiovisual a su disposición, sin que importe lo insincero que sea: desde la miríada de frases lapidarias que todos tienen en la punta de la lengua en el momento oportuno a un muy repetitivo uso del metrónomo en la banda sonora de Hans Zimmer (aquí sustituyendo su conocido y enfático “chan” por insistentes “tic-tacs”), pasando por multitud de primeros planos de personajes mirando al infinito con los ojos llorosos, además de extraños giros de guion y elecciones algo absurdas por parte de algunos protagonistas, elementos a los que se recurre solo para aumentar el suspense de manera innecesaria (alargando los montajes paralelos hasta la saciedad) o para construir un plano perfecto.

 

 

Sería injusto no destacar el espectáculo que es “Dunkerque”, ya que, a pesar del uso repetitivo de ciertos recursos visuales, la mayoría de imágenes y escenas están diseñadas y realizadas con enorme acierto, precisamente con la idea de conseguir que sea difícil dejar de mirar la pantalla. Pero el problema es que todo está al servicio no de la historia o los personajes, sino de la emotividad, una emotividad que no es sino vacía, oportunista y, en definitiva, obvia. Obvia en su sencillo discurso moral, en su insistencia en el potencial del ser humano por encima de todo, en su falta de humildad, en su exceso de arrogancia, en la cantidad de trampas para provocar la lágrima fácil que tiene.

Porque cuando un film busca crear un punto álgido permanente, el verdadero clímax nunca llega. Y el resultado es una película con una construcción más simple que el mecanismo de un botijo.

Anterior crítica de cine: “Baby driver”, de Edgar Wright.

 

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