LA ESPUMA DE LOS DÍAS
«Facturas sin pagar, matrimonios rotos, alcoholismo, añoranza de una infancia feliz, ilusiones perdidas, pobreza, marginación, refugio en la tormenta, espiritualidad. De eso trata el country, pero también el soul y el jazz, los tres géneros que mejor han sobrevivido a lo largo de varias generaciones»
Luis Lapuente recuerda estos días tres discos muy distintos y muy especiales que cumplen años en 2025. Discos que cuentan historias y que nos interpelan directamente, discos que sobreviven a su tiempo y ya pertenecen al patrimonio universal de la humanidad.
Una columna de LUIS LAPUENTE.
Dicen que Charlie Parker, el gran saxofonista de la era del Bebop, solía relajarse en su bar neoyorquino favorito, la Charlie’s Tavern, poniendo en la gramola del bar discos de country. A sus amigos les horrorizaba, pero nadie se atrevía a discutir sus gustos hasta que un día uno de los músicos de jazz que le acompañaban le preguntó cómo podía escuchar ese tipo de canciones. Charlie Parker le miró fijamente y le respondió: «Las historias que cuentan, tío, escucha las historias».
Facturas sin pagar, matrimonios rotos, alcoholismo, añoranza de una infancia feliz, ilusiones perdidas, pobreza, marginación, refugio en la tormenta, espiritualidad. De eso trata el country, pero también el soul y el jazz, los tres géneros que mejor han sobrevivido a lo largo de varias generaciones de amantes de la música en distintos lugares del planeta. Quizá porque cuentan historias, como apuntaba Charlie Parker, historias de dolor y redención, y de amor y de fe, historias que interesan tanto a un redneck de Kentucky, como a un predicador negro de Chicago, o a cualquiera de quienes estén leyendo ahora estas líneas, buenas historias aparentemente circunscritas a su entorno, pero que enseguida percibimos como universales.
De eso tratan tres de mis discos favoritos, que cumplen ahora sesenta, cincuenta y veinticinco años respectivamente sin haber perdido ni uno solo de sus encantos: A love supreme (Impulse!, 1965), de John Coltrane; There’s no place like America today (Curtom, 1975), de Curtis Mayfield; y The return of Wayne Douglas (Tornado Records, 2000), de Doug Sahm.
A love supreme
A John Coltrane no le hacía falta cantar para explicarnos una historia o transmitirnos sus sentimientos más íntimos. Ya lo había demostrado con creces, por ejemplo, en aquellas legendarias grabaciones del 11 de mayo y el 26 de octubre de 1956, con el quinteto de Miles Davis, que produjeron cuatro álbumes maravillosos (Cookin’, relaxin’, Steamin’ y Workin’ with the Miles Davis Quintet). O, al frente de su propia banda, en la deslumbrante versión para Atlantic Records del clásico de Rodgers y Hammerstein II “My favorite things” (1961), cumbre del jazz modal.
Sin embargo, en A love supreme, Coltrane fue un paso más allá y por primera vez nos regaló su voz en un disco. Aunque básicamente lo que se escucha ahí es blues contemporáneo destilado en caliente como una hermosa suite de jazz de vanguardia, gran música negra en estado puro, con el contrabajo de Jimmy Garrison en primer plano, el saxofonista no le cantó a ninguna mujer ni nos habló de sus desgracias o sus preocupaciones. En su lugar, John Coltrane repitió diecinueve veces seguidas estas palabras, como un mantra, pero mucho más que un mantra: «Un amor supremo, un amor supremo, un amor supremo…». Coltrane sentía que su música era un regalo de Dios. Cuenta su entonces esposa, Alice Coltrane, que, tres meses antes de la grabación del álbum, John se pasaba horas meditando en la habitación de invitados del piso de arriba de su casa en Nueva York, solo con un bolígrafo, unas hojas de papel y su saxo. «Cuando bajó un día», recuerda Alice, «era como Moisés bajando de la montaña; fue tan hermoso. Bajó y se percibía en su rostro esa alegría, esa paz, esa tranquilidad».
«Es la primera vez que he recibido toda la música que quiero grabar», le confesó Coltrane a Alice. «Fíjense en esa palabra: Recibida. No dijo compuesta. No dijo creada. Era un regalo de algo más grande que él mismo», escribió Ted Gioia hace unos días para celebrar el cumpleaños de A love supreme: «Me encanta Miles Davis. Pero durante décadas, cuando iba a una jam session, me encontraba con que todos los trompetistas estaban obsesionados con el John Coltrane de mediados de los sesenta. Su influencia era omnipresente, como la de un genio del ajedrez que hubiera descifrado todas las jugadas y al resto nos correspondiera estudiarlas y memorizarlas. Hasta cierto punto, eso sigue siendo cierto hoy en día […] A love supreme no es solo otro álbum clásico del pasado. Está vivo y ardiendo ahora mismo. Y lo estará mañana, y el mes que viene. Y quizá también dentro de otros sesenta años».
Coltrane escribió un largo poema devocional en la carpeta interior de A love supreme: «…Haré todo lo que pueda para ser digno de Ti, Señor. Todo tiene que ver con eso. Gracias, Dios. Paz…». Sesenta años después, en su aparente simplicidad, este prodigioso álbum de John Coltrane se escucha como un hermoso mensaje de amor y gratitud a Dios, un lamento profundo e intemporal, entre el góspel, el jazz modal, las polirritmias africanas, el blues arcaico y el free jazz, una obra maestra solo comparable a los grandes oratorios sagrados de Juan Sebastián Bach.
There’s no place like America today
El 15 de febrero de 1937, la revista Life publicó un reportaje, con fotos de Margaret Bourke-White, acerca de la terrible situación que se vivía en Luisville, en el estado de Kentucky, como consecuencia de las inundaciones producidas por el desbordamiento del río Ohio, que se cobró cerca de cuatrocientas vidas y dejó sin hogar a aproximadamente un millón de personas en cinco estados, en el invierno de ese terrible año.
Una de aquellas instantáneas de Bourke-White, la que encabezaba el artículo de Life, quedó para la historia como un símbolo de la devastadora desigualdad con que te golpean las desgracias según la clase social o el grupo racial al que pertenezcas. La angustiosa imagen de hombres, mujeres y niños afroamericanos apiñados en fila para conseguir alimentos y ropa en un puesto de socorro, ante una valla publicitaria en la que un coche con una radiante familia blanca (¡y su perro!) parece conducir confiado hacia el futuro, bajo el irónico eslogan “El nivel de vida más alto del mundo” (y, al lado, el lema “There’s no way like the American Way”), parece el anuncio de un distópico Suburbicon, como el de la película homónima firmada por George Clooney y los hermanos Coen. Esa fotografía ha definido los efectos de la Gran Depresión durante generaciones, el germen de las uvas de la ira: la gran vergüenza de sentirse apestado de una sociedad que aprovecha cualquier circunstancia para recordar su suerte a los desfavorecidos.
No por casualidad, Curtis Mayfield eligió esa imagen para la portada de uno de sus mejores álbumes, el más crudo y desesperanzado junto a Back to the world (1973). En los surcos de There’s no place like America today sangran las emociones más tenebristas y los augurios más oscuros, canciones impregnadas de vulnerabilidad y derrota, como las gloriosas “Hard times” y “Billy Jack”, quizá una formidable imagen en espejo del “Jimmy Mack” de Marta y las Vandellas, un alegato para reducir la violencia armada en los barrios pobres, con frases como «No puede ser divertido, no puede ser divertido / ser acribillado, ser acribillado por un arma de fuego». Rabia y desesperación apenas aliviadas por los destellos de fe en un Dios que caminó entre los pobres en canciones como “Jesus” o esa hermosa letanía titulada “When seasons change”: «El tiempo te hace sufrir. / Rezas a Jesús: “Hazme un poco más fuerte / para poder sobrevivir un poco más”. / Miras a tu alrededor y te sientes muy débil y vulnerable. / Intentas ser fuerte, pero ya no te queda dinero y todo es horrible».
Bob Stanley escribió acerca de este disco en su libro Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno (Turner, 2015): «En cuestión de liderazgo moral, ni el mismísimo Stevie Wonder podía hacer sombra al espíritu franciscano de Curtis Mayfield (…) Curtis no era apto para los medios de comunicación blancos, como Stevie (…) En la mayoría de las grabaciones de principios de los años setenta, su hermoso falsete felino cascado sirve de contrapunto a relatos de depravación (…) En There’s no place like America today la melodía ya había quedado prácticamente relegada en beneficio del mensaje».
The return of Wayne Douglas
Doug Sahm grabó su último álbum, The return of Wayne Douglas, publicado nueve meses después de su muerte, en solo dos sesiones, el 28 de diciembre de 1998 y el 6 de abril de 1999, para reforzar el catálogo de su nueva discográfica, Tornado Records, y con apoyo de músicos de confianza como el teclista Augie Meyers o el guitarrista Bill Kirchen, exmiembro de Commander Cody & His Lost Planet Airmen. Sahm detestaba el country pasteurizado y deshuesado que se producía como churros en los estudios de Nashville, canciones sin sangre para vocalistas de nariz esculpida y camisa almidonada. Él era un hippy redneck de San Antonio, Texas, un genuino superviviente, un formidable cimarrón, como el Glenn Ford protagonista de la película homónima de Anthony Mann.
Nieto de un emigrante alemán, un granjero que tocaba polkas en los bares durante la Gran Depresión, Doug debutó profesionalmente en 1965 con el tema “She’s about a mover”, al frente del Sir Douglas Quintet, con quienes también grabó el clásico “Mendocino”. Pronto se convirtió en referencia del country tex mex con sabor a blues, a rock and roll, y música cajun, tanto en sus discos en solitario como en los acreditados a los Texas Tornados, con Freddy Fender, Flaco Jiménez y su viejo colega Augie Meyers.
Doug Sahm murió en un motel de Taos, Nuevo México, el 18 de noviembre de 1999, de un infarto de miocardio, un mes antes de que falleciera Curtis Mayfield. En su entierro sonó el tema de Manfred Mann “Do wah diddy”. Ha transcurrido más de un cuarto de siglo, pero seguimos echando de menos cada día su música fresca, jubilosa, adhesiva, profunda.
Doug no podía pasar mucho tiempo sin su comida tex mex, sus enchiladas y burritos. Cuando grabó en Nueva York con Jerry Wexler el elepé Doug Sahm and Band (1973), los responsables de Atlantic tuvieron que fletar una avioneta hasta San Antonio para comprar comida tejana y llevársela. Sus amigos chicanos le llamaban Douglas Saldaña y cuando escribía country le gustaba firmar como Wayne Douglas, por eso tituló así su álbum más enraizado en el country honky tonk, la genuina música vaquera, la que cuenta historias que salen de las tripas, la que puede mirar en tu corazón aunque seas ciego, como le dijo su padre al joven Doug cuando fue a presentarle al cantante ciego de country Leon Payne, de quien Sahm interpreta en The return of Wayne Douglas el clásico “They’ll never take her love from me”.
A Doug Sahm nunca le gustaron las medias tintas. Era tecnófobo, nunca quiso tener teléfono, le dejaban los recados en una pequeña tienda de Austin. Prefería no estar localizable. Cuando al fin consintió en que sus hijos le compraran un inalámbrico para que pudiera llevárselo por toda la casa, se agenció un contestador y grabó este mensaje: «Ejem, ejem. Ahora no estoy en casa, estoy ordeñando a mis vacas. Así que intenta llamarme luego si quieres hablar conmigo de algo interesante, como el béisbol o la música de Guitar Slim. O déjame un mensaje y quizá te pegue un telefonazo. Que tengas un buen día. Adiós».
Con ese mensaje del contestador, con ese «adiós» que pronuncia en español, termina el álbum póstumo de Doug Sahm, uno que estos días cobra nueva vida en mi memoria al lado de los de otros dos añorados purasangres, John Coltrane y Curtis Mayfield.
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Anterior entrega de La espuma de los días: Garth Hudson, Ringo Starr, Barry Goldberg y otros músicos en la sombra.