«Sorprende su desmesura. Y desde luego, destaca escucha tras escucha la altísima, honda, maestría en las canciones»
The Bitter Springs
«Everyone’s cup of tea»
ACUARELA
Texto: CÉSAR PRIETO.
Si algo sorprende del nuevo trabajo de The Bitter Springs es su desmesura. Desmesura al tratarse de un disco doble, al enfrentarse a canciones con largos desarrollos y al intentar abarcar muy diferentes señuelos estéticos. Y desde luego, lo que destaca escucha tras escucha es la altísima, honda, maestría en las canciones. No dejan de explorar los mismos territorios que en sus seis discos anteriores pero los amplían y mejoran hasta llegar a encontrarnos con, aún así, su mejor obra.
Empiezo por mi preferida, ‘Cruel Britannia’, directa, un himno borrachuzo y tabernario, con espinazo crujiente y tribal a lo Gary Glitter y un diseño vocal y melódico cercano a T. Rex, no lejos tampoco de los Bay City Rollers. Descarada y fresca, si hay justicia puede pasar a ser de las mejores del año. Y este deje de pub, en el que Simon Rivers desde siempre se siente cómodo, estos estribillos etílicos y coros inmensamente adictivos, están bien sembrados. Vuelven a aparecer en ‘Hail the lifeboat man’, en ‘The wounded’ y sus trompetas o en ‘The life and not entirely uneventful times of a McAlpine fusilier’, que aporta ese aire folk a lo The Pogues y un maravilloso crescendo.
Precisamente, esa subida de intensidad en el entramado sonoro es otra de las turbadoras virtudes de este disco. La banda aprovecha la extrema longitud de las canciones, va forzando la máquina muy lentamente y de golpe se encuentra en intensos desmelenes de voces y arreglos. Son magistrales el aire clásico de ‘A better offer’ o el tono melodramático de ‘Snowflakes in june’, un tono melodrámatico que a veces los acerca a unos Tindersticks –aunque más diurnos y luminosos– como en ‘Don’t write a song’, en las que sobre unos maravillosos vientos también vuela el espíritu de Roy Orbison.
No deja de haber algún tema cercano al maisntream –con elegancia, eso sí– a la épica del baile y al rock de estadio. A U2 o a The Killers. Ahí están ‘An even now’ –que tiene mucho de ABBA– o ‘TV tears’; agradables sí, pero no llegan a la fascinación que despiertan aquellas canciones que explotan la delicadeza. ‘My life as a dog in a pigsty’, por ejemplo, tiene una soberbia plasticidad de crooner, ‘The hospital run’ es la viva imagen de la desolación y ‘Our ghosts’ se acerca a la belleza por el lado de la naturalidad delicada, de la elegante sencillez. Aún hay tiempo, entre las 26 canciones de encajar un artefacto cósmico a los Syd Barrett –‘The mollycoddled laughs’- y una paralizante ‘TV unplugged’ que con solo una acústica recuerda enormemente al primer Bowie.
Todo apunta a la excelencia, las letras de Rivers que siguen siendo una crónica lírica y descarnada de los suburbios ingleses, la producción de Terry Edwars –Spiritualized o Nick Cave también están entre los suyos– o la voz acompañante de Kim Ashford. Cuesta creer, y duele, que todo esto no llegue a un público más amplio y que su líder, uno de los mejores artesanos del pop, haya de seguir trabajando de cartero.
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Anterior crítica de discos: “Live at the Academy of Music 1971”, de The Band.