FONDO DE CATÁLOGO
«Catorce canciones en las que se daban la mano el mejor Sabina y el peor»
Luis García Gil recupera Dímelo en la calle, el álbum con el que Joaquín Sabina se enfrentó al complejo reto de competir contra sí mismo y su obra maestra anterior, 19 días y 500 noches. Una colección con un resultado desigual en la que brillan algunas de las mejores piezas de su cancionero, como “Peces de ciudad”.
Joaquín Sabina
Dímelo en la calle
BMG, 2002
Texto: LUIS GARCÍA GIL.
En el otoño de 2002 Joaquín Sabina publica su cancionero Con buena letra y también un nuevo disco, Dímelo en la calle, que debió asumir de entrada la dificultad de competir con una obra maestra del calibre de 19 días y 500 noches, en torno al cual se ha desparramado desde su aparición una justa literatura encomiástica.
Dímelo en la calle se grabó tres años más tarde de aquel otro que marcó un antes y un después en su discografía. Además, Sabina debía empezar a convocar a las musas sin los excesos a los que había acostumbrado a su cuerpo en sus crapulosas noches. Ni ducados ni whisky ni rayas, tal como le confesaba sin ambages a la periodista Amelia Castilla en las páginas de El País un 27 de octubre de 2002. Dímelo en la calle todavía es un disco de transición, en ese sentido, por albergar canciones de Sabina anteriores al ictus. En Alivio de luto, que será el siguiente, Sabina tendrá que componer con hábitos más saludables.
Dímelo en la calle vio la luz después de aquel 24 de agosto de 2001 en el que el ubetense sufrió un infarto cerebral. En la foto de portada de Pablo Pérez-Mínguez, que ya firmó la portada de Física y química, Sabina posa como un púgil maltrecho y algo ensangrentado. Más cerca —todo sea dicho— de la parodia de Yo hice a Roque III que del oscarizado Rocky de Stallone. Ese mismo año Enrique Bunbury también apostaba por una portada pugilística en su disco Flamingos (recién reeditado).
Las canciones
Este trabajo reúne catorce canciones en las que se daban la mano el mejor Sabina y el peor. “No permita la virgen”, primera canción del disco, tenía esas dosis de intencionalidad poética y metafórica que podía ser marca de la casa. Su autor la veía como un clásico instantáneo que iba contra esa tendencia a trivializar cualquier cosa y a esa ignorancia que encontraba el caldo de cultivo idóneo en el cochambroso medio televisivo. Nada que ver “No permita la virgen” con la circunstancial “Semos diferentes” que cerraba el disco, de manera prosaica y desmañada, abrazando la estética de Torrente, ya que la canción era parte de la banda sonora de la segunda película sobre el personaje de Santiago Segura.
En este disco regresa un equipo de absoluta confianza: el que formaban Pancho Varona y Antonio García de Diego, que van a realizar una producción cuidadosa con una atmósfera envolvente y acústica. El Sabina poeta se impone en textos a veces herméticos o encriptados, con un punto confesional y en los que, como señala certeramente Julio Valdéon en su canónico Sol y sombra, muestran «el tránsito definitivo a unos textos más simbolistas, a ratos crípticos, que rechazan lo narrativo, embarcados en una odisea de tintes surreales». Convive en este momento el sonetista ingenioso de Ciento volando y el hacedor de canciones, capaz de entregar una obra maestra como “Peces de ciudad” que se convertirá en una pieza más trascendente que “No permita la virgen” o “La canción más hermosa del mundo”, que aspiraban a convertirse en antológicas dentro de su repertorio. La viajera e hipnótica “Peces de ciudad” ya había sido grabada con antelación por Ana Belén.
“Peces de ciudad” era la sexta canción del disco, situada casi en su ecuador. Antes sonaban la citada “No permita la virgen”, la inspirada y rocanrolera “Vamonos pa’l sur” —con sus jugosos coros y ese verso definitorio de “la madrugada no tiene corazón”— y que incluía el título del disco o “La canción más hermosa del mundo”, en la que derrama con su versificación incontenible brillantes imágenes acumulativas —verbigracia esa «Hispano-Olivetti con caries»— con alusiones a su infancia, a su propia encrucijada vital y al momento presente marcado por el severo contratiempo de salud. “La canción más hermosa del mundo” dibuja uno de sus muchos autorretratos cargados de provisionalidad, de fragilidad, de funambulista en el alambre y salud quebradiza. A Varona le costó darse cuenta de que en esa balada tristísima habitaba otra de las grandes canciones de Sabina.
“Como un dolor de muelas”, flor acústica inspirada por el subcomandante Marcos, es la canción más corta de un disco y precede a “69 punto G”, un agradecido contraste pop en un disco que alcanzaba su cima con ese manifiesto arrebatador que es “Peces de ciudad”, con la fatua Nueva York y el si bemol de Jacques Brel. Una canción infinita, abierta a interpretaciones, letra y melodía finamente engarzada, mano a mano con Varona, compuesta en un hotel de Lima y con algo en los acordes del “To Ramona” de Dylan.
“Peces de ciudad” es la apoteosis de un disco que se dilata más allá de lo aconsejable y desciende creativamente en el resto de sus pasajes. “El café de Nicanor”, descarte del 19 días y 500 noches, mantiene cierto pulso narrativo, pero “Lágrimas de plástico azul” es una pieza muy menor. El valsecito peruano “Yo también sé jugarme la boca” recupera el aliento poético con música de Carlos Senante, con quien la comparte asimismo en su disco Mil maneras del mismo año. Lo amoroso-trágico, el fugitivo amor que permanece y versos lapidarios y autorreferenciales como el de «las mejores promesas son esas que no hay que cumplir».
“Arenas movedizas”, versión libérrima de “I shall be released” de Dylan, y la cubanidad dionisiaca que recorre el son de “Ya eyaculé” —en diálogo con la poesía de Nicolás Guillén— conducen Dímelo en la calle a su recta final. La dupla formada por Varona y García de Diego —este en los arreglos— salva algunas canciones del lugar común.
Dímelo en la calle concluía con la confesional y tangueada “Cuando me hablan del destino”, en la que brillaba la guitarra portuguesa de García de Diego. De una canción de espejismos rosicleres se pasaba a la torrencial ranchera “Camas vacías”, que eleva el álbum antes de entregar su último suspiro con la inane y torrentera “Semos diferentes”, que no debiera haber formado parte del disco y mucho menos haberlo clausurado.
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