Siguiendo con la semana especial dedicada a Joaquín Sabina en Efe Eme, Julio Valdeón —autor de la imprescindible biografía Sabina. Sol y sombra— ejerce de cicerone por su discografía escogiendo sus diez obras más importantes.
Selección y texto: Julio Valdeón.
Malas compañías (1980, Epic-Ariola)
Después de un primer intento fallido llega este disco irregular y deslumbrante. Uno en el que las canciones más o menos «potables» conviven con verdaderas obras maestras (“Pongamos que hablo de Madrid”). Como le explicó el propio Sabina a Juan Puchades en el especial de EFE EME de 2005, junto a los momentos de cantautor digamos canónico hay otros en los que ensaya ya «montar un grupo, con batería y guitarras, y a mover el culo» en un intento de atrapar «la vida entre la gente de mal vivir menos politizada y más anarquista en el sentido de la época, más Rolling Stones, más Dylan». Secundado por Hilario Camacho y José Antonio Romero, con Malas compañías entrega una obra en la que aparecen ya unas cuantas de las claves temáticas y musicales del futuro. Y tiene “Calle melancolía”, verdadera rara avis en su producción, en la que refleja a un urbanita ahogado por la ciudad y nostálgico de la naturaleza.
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Juez y parte (1985, BMG-Ariola)
Salvando las distancias, su Highway 61. El capítulo esencial, en el que arroja por la ventana todos los restos del equipaje cantautoril para renacer como cronista con un pie en el folk, el blues y el country y el otro en el rock and roll. Existe un precedente, un eslabón perdido entre su anterior disco, Ruleta rusa, y Juez y parte: la canción “Dos mejor que uno”, producida por Josep Mas «Kitflus». Juez y parte es su primera obra en Ariola, a la que llegó de la mano de José María Cámara, el ejecutivo esencial durante buena parte de su carrera, y el primero en el que toca con Viceversa. En Sol y sombra, la biografía de Sabina que publicamos en Efe Eme, Pancho Varona contaba que «Tener un grupo no solo le iba a permitir aproximarse al rock y alejarse de la imagen del cantautor barbudo y coñazo. Es Joaquín Sabina y Viceversa, y la verdad es que sale muy bien. Íbamos mucho al local de ensayo, en Arturo Soria, los cuatro Viceversa, por la mañanita, Joaquín también. Componíamos en el local, iban saliendo canciones, Joaquín escribía que te mueres, daba en el clavo todo el rato. Fue una época maravillosa». La producción, firmada por Jesús Gómez, ha envejecido mal, o sea, tan mal como la del 99% de los discos de la época, repletos de efectos marrulleros y plastificados varios, pero las canciones, ay, amigo… De “Whisky sin soda” a “Quédate a dormir” el disco es un tiro. Ninguna baja del notable alto y alguna, como “Princesa”, pertenece ya al canon. Con notable influencia de Jean-Patrick Capdevielle, arranca así su biografía de la gran ciudad, Madrid, fotografiada en una serie de evocadoras polaroids que van del costumbrismo (“Balada de Tolito”) al noir (“Ciudadano cero”), sin olvidar las confesiones personales (la singular “El joven aprendiz de pintor”, la maravillosa “Cuando era más joven”, la insospechada “Rebajas de enero”) o la crónica más o menos realista (“Kung fu”).
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Joaquín Sabina y Viceversa: En directo (1986, BMG-Ariola)
Su primer gran éxito comercial. El disco que resume aquellos años, consagra la fórmula del poeta rockero acompañado por un grupo estable y depura lo mejor de una producción que a esas alturas acumulaba ya un puñado de clásicos. Con invitados, como era norma, Sabina se suma así a la fiebre por los discos en directo, tomando como referente obligatorio el Rock & Ríos, y cata por vez primera la delicia de regrabar sus viejas canciones con el colmillo y el veneno que faltaba en las versiones de estudio. «Aquel concierto supuso un antes y un después», comentaba en Sol y sombra Manolo Rodríguez, guitarrista de Viceversa. «A partir de la publicación de ese disco los conciertos se triplicaron, los llenos eran absolutos, la sensación de estar en lo más alto también. Fue lo mejor de mis años de músico, tocar además con Gurruchaga, Aute y Sisa, recién bautizado Ricardo Solfa, un privilegio».
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Física y química (1992, BMG-Ariola)
El trío formado por Sabina, Pancho Varona y Antonio García de Diego inaugura su gran década con un completísimo y heterodoxo catálogo de palos y estilos. Un disco extraordinario, con una producción lustrosa y un catálogo imbatible de canciones. Empezando por esa afortunada ranchera que es “Y nos dieron las diez”, que consagró a Sabina como una estrella en Hispanoamérica y siguiendo por un repertorio que contiene todos los elementos más reconocibles de su gran época: unas letras virtuosas pero frescas, lejos de cualquier efectismo estéril, y con una fabulosa capacidad para contar historias. Un grupo de músicos cómplices, que entienden sus necesidades al instante y saben cómo coser el traje perfecto. Una desacomplejada búsqueda del estilo que más conviene, del rock and roll susurrante onda J.J. Cale en “Conductores suicidas” a la cabalgada cabaretera y posmoderna de “Yo quiero ser una chica Almodóvar”, o a la catarata entre costumbrista y espídica de “Todos menos tú”. Qué decir de baladones como “A la orilla de la chimenea” o de confesiones a quemarropa como la teatral, y bellísima, “Peor para el sol”. Posiblemente, su mejor disco hasta 19 días y 500 noches.
De la racha que inauguraron con aquel disco daba fe Pancho Varona, deteniéndose en “La del pirata cojo”. Un himno, nacido en su casa, según contaba Pancho Varona en su libro Más de cien verdades, donde explica que una noche en la que la hija de Sabina, Carmela, tenía fiebre, Isabel Oliart, madre de la niña y en aquel momento compañera del cantante, los llamó por teléfono para pedirles que comprasen medicinas, así que Varona corrió a la farmacia mientras en la puerta del local, sentado en el coche, Sabina seguía escribiendo. «Cuando llegamos a casa de Joaquín la niña estaba en la bañera con agua fría para que le bajara la fiebre, le dimos el jarabe y volvimos a mi casa a terminar la canción. Después seguimos tocando un montón de horas, puliendo detalles mientras su hija seguía con cuarenta de fiebre. Nada nos distraía, estábamos en racha y si para terminar teníamos que distraernos de los problemas cotidianos o solventarlos a medias, allí estábamos los dos mano a mano, sin dejar de trabajar. Era emocionante».
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Esta boca es mía (1994, BMG-Ariola)
Aquí, como alguna vez han explicado otros comentaristas de su obra, entramos ya en los territorios del puro desmadre estilístico. Rock, country, salsa, bolero, ecos mexicanos… No siempre sale airoso, pero son tantos y tan formidables los logros que el disco llega a puerto al borde del sobresaliente. Un momento importante: se incorpora a la mezcla Olga Román, la mejor cómplice vocal que haya tenido y tendrá Sabina. Una Emmylou Harris elegante y pausada que sabe enhebrar su voz con la de Sabina para aportarle rutilantes claroscuros. Por lo demás, estamos ante la consagración del Sabina más maduro y sabio, con no menos de diez canciones sensacionales, que entra a matar con “Esta noche contigo” y deja de pisar a fondo en maravillas como “Siete crisantemos”, “Ruido” o “Hay mujeres”. Enamora la seguridad con la que escribe, la frágil chulería con la que canta, la inteligencia de unos textos que examinan las entreletas del corazón sin caer nunca en el tópico ni permitirse la cursilería de lo sentimental. Entrevistado por Ricardo Cantalapiedra para El País, comentaba que «En discos anteriores pedía perdón. Ahora, no. Esta boca es mía es un álbum muy decente, un autorretrato sin maquillajes. Madurez y seguridad no son sinónimos. Estoy desorientado y perdido, pero asumo mis inseguridades: esto es lo que hay». Y lo que hay, lo que había, era oro molido.
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Yo, mí, me, contigo (1996, BMG-Ariola)
Cierre de lo que bien podría considerarse una trilogía y de la etapa más fastuosa del Sabina clásico. Impresionan canciones como la desolada “Y sin embargo” y ese prodigio verbal, y emocional, que es “Contigo”, y enamora en temas menos conocidos, pero igualmente brillantes, como “El rocanrol de los idiotas” y “Aves de paso”. Aunque no siempre está a la altura, y pienso ahora en ese moroso ejercicio de estilo disfrazado de homenaje a Serrat, o la enésima catástrofe salsera, el resto, y especialmente las dos canciones cuya música firma Ariel Rot, “Jugar por jugar” y, con todos Los Rodríguez en el estudio, “Viridiana”, confirman la grandeza. Son los días de la abundancia. Sabina compone con precisión láser, con sus dos socios enrachados y un extraordinario elenco de músicos a su vera. Ni este ni los dos anteriores son discos redondos. No son discos perfectos. Fallan por las portadas, sobre todo por la de Yo, mí, me, contigo, horripilante, las producciones son por momentos demasiado limpias, demasiado impecables, demasiado engominadas, y todos tienen temas de relleno y experimentos mal calibrados, pero cuando aciertan, y sucedía a menudo, ¡ay!
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19 días y 500 noches (1999, BMG-Ariola)
Resulta complicado añadir elogios no raídos a los miles, y merecidos, que cosecha este clásico. No solo el mejor de su autor, también uno de los más importantes jamás publicados en lengua española. Lo tiene todo. La voz, degradada al punto justo de inmediatez y ojeras. La producción y los arreglos, que logran el raro milagro de aparentar una naturalidad arrebatadora. Condecorados por el barro de los mejores tablaos y los garitos menos recomendables. Por no hablar de los puentes que tira con Dylan, Bambino y José Alfredo en canciones como la propia “19 días”, “Dieguitos y Mafaldas”, “A mis cuarenta y diez», “Donde habita el olvido”, “De purísima y oro”… Fue el primero y el único de sus trabajos con el productor Alejo Stivel, exvocalista de Tequila, y la presencia del equipo médico habitual resulta bastante anecdótica. Todavía recuerdo el impacto de escuchar aquel single y aquel estribillo de más un minuto en la radio. Avanzadilla bambinesca, por rumbas canallas, de una crónica poética de la historia del país, de la posguerra a Zara, de los fusilamientos a la modernidad, como nadie había visto desde que Vázquez Montalbán publicase su Crónica sentimental de España y Jaime Gil de Biedma Las personas del verbo. Las referencias literarias dejan claro que entre sus iguales, los músicos, no había nadie comparable en ambición y cultura, compromiso y sabiduría, audacia intelectual y decencia poética. Sabina, a estas alturas, escribía como los dioses y cantaba para comérselo.
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Nos sobran los motivos (2000, Sony BMG-Ariola)
Tercer disco en directo si contamos La Mandrágora. Prolonga el estado de gracia y aporta las versiones definitivas de canciones como “Medias negras” o “Que se llama soledad”. Especialmente revelador es la primera de las dos rodajas, acústica, donde Varona y García de Diego comandan una grabación limpia de aditivos. Mención especial para una “Y sin embargo” con la intro de Olga Román en el papel de Juanita Reina: ocho minutos que enlazan la copla y el rock and roll, a Miguel de Molina y a Leonard Cohen, en una toma luminosa. Quedaron fueran del disco bastantes de las joyas que ofreció en la gira por teatros, entre otras “Peor para el sol”, “Cuando aprieta el frío”, “Cuando era más joven”, “Pero qué hermosas eran”, y las entonces inéditas “Yo también sé jugarme la boca”, “A vuelta de correo” y “Peces de ciudad”.
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Dímelo en la calle (2002, Sony BMG)
El accidente cerebral, los sonetos, la vuelta al estudio de sus socios… Dímelo en la calle inaugura la última fase sabiniana y, al mismo tiempo, retoma algunas de sus claves clásicas. El disco, imponente en su primera parte, baja el pistón a medida que avanza, con la excepción de la estupenda ranchera que María Jiménez hizo rumba explosiva por obra y gracia de Gonzalo García Pelayo. Hasta rematar en ese disparate dedicado a Torrente. Pero “No permita la virgen”, “Vamonos pa’l sur”, “La canción más hermosa del mundo”, “Como un dolor de muelas», “69 punto G”, “Camas vacías” y “Peces de ciudad”, interpretadas por un Joaquín en la absoluta plenitud de sus poderes expresivos y registradas por su banda con tacto y sabiduría, se cuentan entre las piezas más deslumbrantes de su trayectoria.
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Alivio de luto (2005, Sony BMG)
El disco más oscuro, el de la depresión, el que vio a Pancho y a Antonio buscando por las papeleras, a ver si encontraban alguna letra, mientras Joaquín se negaba a salir de la cama. Aunque empieza a abusar de oficio literario, y aunque en algunos pasajes priman los juegos poéticos sobre la emoción, Alivio de luto es un caramelo quizá menor, pero sin duda intenso y mucho más autobiográfico de lo que aparenta. Aquí ya sí, y de forma definitiva, Sabina abandona la figura del canalla y hasta tira de tristeza. La culpa de la nube negra. A la que el poeta Luis García Montero dedicó una letra tremenda. «La verdad», comentaba Varona en Sabina. Sol y sombra, «es que si pienso en el disco canción por canción, Alivio de luto sube, pero después, en cuanto lo aparco, vuelve a bajar a una posición indefinida y no entra en el top ten de discos de Joaquín. Es un disco bonito, es triste, la portada es triste, el nombre es triste, la primera canción es triste, las dos versiones lo son… es un disco raro, pero me emocionan “Resumiendo”, “Seis tequilas”, “Nube negra”… El álbum tiene altibajos». Es posible. Pero los altos son muchos e importantes. Alivio de luto tiene a su favor la glacial calidez de un viaje al fondo de la pena sin apurar el gesto ni excesivos dramatismos, desplegándose con una ligereza y un arte envidiables.
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