EN EL ÁNGULO MUERTO
«Cuánta belleza hay en “Se dejaba llevar por ti”, “El sitio de mi recreo”, “Tesoros”, “Estaciones”… Cómo transformaba en poesía la vida cotidiana»
Se cumplen diez años de la muerte de Antonio Vega, y aprovechando el concierto de homenaje que le dieron el jueves 9 en el Café Berlín de Madrid, Arancha Moreno bucea en su memoria para recordar los tiempos en los que le vio en directo.
Una sección de ARANCHA MORENO.
Foto: THOMAS CANET.
La fiesta fue en el Berlín. Se celebraban —sí: tuvo carácter de fiesta— diez años de la muerte de Antonio Vega. Una década que pasó en un suspiro, en cuanto empezaron a sonar las notas de “Una décima de segundo” en el piano de Basilio Martí. La sonrisa de Anye Bao, a la batería, era constante. Vibraba riendo al sonido de los tambores, como si percutir le hiciese el hombre más feliz del mundo. En un prudente segundo plano, sosteniendo el bajo, estaba Billy Villegas. Juntos lograban que todo sonase como antaño, como si en cualquier momento fuese a irrumpir el propio Antonio cantando. Pero no. Al micrófono estaba Ricardo Marín, su antiguo guitarrista, asumiendo el difícil papel de suplir a una de las figuras más añoradas de nuestra música. Replicando su legado para no olvidar.
Antonio se fue un aciago 12 de mayo, en mitad de una gira y en mitad de una vida. Nos dejó solos, como cuando nos abandonó Enrique. Se dejó llevar, aunque esta vez no quería. Tenía planes, tenía canciones, tenía vida para rato. Le vi cinco meses antes, en Madrid, en un concierto en Clamores que terminó antes de tiempo, y que prometieron repetir. Germán, el dueño, nos dio personalmente una entrada para que volviésemos a verlo otro día. Pero a ese último no fui, maldita sea. Quema tanto que casi duele. Sí recuerdo la primera vez que le vi, en ese mismo local, que siempre fue su casa. Los que íbamos a sus conciertos lo sabíamos: no había otra sala que programase tanto a Antonio como su Clamores. Cuántos meses habremos bajado esas mismas escaleras hacia las catacumbas del jazz. Unos días nos tocaba sentarnos en los sillones forrados de rojo y otros al fondo, acodadas en la barra, como la vez primera, cuando nos tocó aguantar a dos jóvenes que hablaron durante todo el concierto y solo se callaron para cantar —demasiado alto— “Chica de ayer” (quitémosle el “La” del título, que nunca lo llevó más que en el estribillo). Tardé poco en descubrir que ese no era el público habitual de Antonio, que el suyo acostumbraba a escuchar con un respeto casi místico. Algunas caras ya me sonaban de los conciertos, como aquella chica, algo gruesa, que estaba siempre en primera fila. Una vez, reservamos las entradas tan pronto que nos dieron una de esas mesas pegadas literalmente al escenario. Casi podíamos rozarle con los dedos. Esa noche él llevaba flequillo y pelo largo, con el que se protegía de nuestras miradas. Con eso y con su guitarra. Sabía cómo colocarse la coraza, pero también se la quitaba fugazmente cuando lanzaba alguna de esas ocurrencias suyas, breves y casi serias, que nos hacían estallar de risa. El falso chico triste y solitario tenía un sentido del humor muy fino, y su público, que era muy fiel, lo sabía.
Suena «El sitio de mi recreo» en el café Berlín. Cierro los ojos y sigo viajando por mi memoria. Hay temporadas que me mantengo alejada de sus canciones, sobre todo esos inviernos que pesan más de la cuenta. Cuando vuelvo a ellas, como ahora, un solo verso es capaz de despertar cientos de recuerdos. Me conmueve tanto como esas noches de Clamores, pero algo ha cambiado. Ya no tengo los 20 años que tenía la primera vez. Quizá fueran 19. A veces me pregunto qué hacen los jóvenes de ahora a los 19, y cómo descubrí yo a Antonio Vega a esa edad. Solo sé que fue apareciendo, creo que por la etapa en la que publicó De un lugar perdido, y me fui acercando a sus canciones. Me conmovían sus melodías. Cómo pellizcaba esa voz, sutil y delgada, abriéndose paso entre las guitarras. Le recuerdo en todos los escenarios que me dio tiempo a verle, y al hacerlo me vienen imágenes de mi propia vida. Como aquella noche que tocó en la Cubierta de Leganés, en un festival que he borrado de mi mente casi por completo, y salió de los últimos. No fue una de sus mejores noches, tampoco la nuestra: regresando a Madrid, el conductor del autobús debió de dar una cabezada y nos salimos de la calzada. Sentadas justo delante de la luna, fuimos testigos de cómo el vehículo rompía el quitamiedos de la carretera y recorría una explanada hasta que el conductor frenó. Apenas fueron unos segundos de angustia. Un simple susto de madrugada.
Hubo una noche que Antonio tocó en la Plaza Mayor, en las últimas fiestas de San Isidro que celebró Álvarez del Manzano, allá por 2003. Allí actuaron también Terence Trent D’Arby y un joven Quique González que aún no había publicado Kamikazes enamorados. Recuerdo a Quique merodeando por la plaza, fumando. Y la increíble sensación de escuchar, la misma noche y en el mismo espacio, canciones tan emocionantes como “Salitre” y “Lucha de gigantes”. También recuerdo a Antonio en Galileo, y aquella vez que Ángel Viejo me contó que Antonio se rompió un diente en el camerino, y quiso pegárselo, pero me parece un relato tan fantástico que ya no sé si lo soñé o sucedió de verdad. Tengo que volver a preguntárselo a Ángel. De lo que no me olvido es del concierto que dio una noche calurosa en el Conde Duque, cuando ya había publicado 3000 noches con Marga y se llevó a una sección de vientos. Recuerdo a Antonio cantando y casi bailando con el micrófono, sin la guitarra, y aunque me cueste creerlo sé que sucedió. Esa noche me suena a swing y a una canción llamada “Cada sombra en la pared”, no sé por qué. Años antes, no sé cuántos, fui a verle tocar a Carabanchel —creo que fue en la Sala Live!!—, con un relato en el bolsillo. Era algo que escribí, inspirado en su historia. No sé por qué lo hice, jamás se lo hubiera enseñado. Pero entonces tenía poco más de veinte años.
Conservo otro tipo de instantes asociados a Antonio, como la sorpresa que nos dio al equipo de la revista musical Popes80 cuando acudió a la fiesta que estábamos celebrando en La Botellita de Serrano, y se subió al escenario a cantar con Santi, de Los Limones. Eva y Juan, de Amaral, asistían al momento tan alucinados como nosotros. «Te presento a Antonio», me propuso Chema Vargas, y me acerqué y le saludé, pero no le dije nada. Me guardé mis preguntas para las dos entrevistas que le hice cuando regresó con Nacha Pop, a él y a Nacho García Vega. Fueron en el hotel ABBA de Avenida de América. En una de ellas subimos desde la cafetería hasta una de las habitaciones, donde iban a atendernos. A Antonio acababan de darle un móvil nuevo, y él se afanaba en abrir la caja y descubrir sus misterios, como un niño con un juguete nuevo. Recuerdo su sonrisa y sus ojos detrás del flequillo. Su amabilidad.
Tiro del hilo de la memoria y sigo atrapando momentos. Como aquella tarde de octubre en la que paramos el coche en una playa de Coruña mientras escuchábamos “Lucha de gigantes”, y mis compañeras de viaje bajaron a hacerse fotos y pelear contra el viento, mientras yo las miraba desde el asiento y me taladraban, en silencio, esos versos que me siguen apretando el pecho: “Deja que pasemos, sin miedo”.
Abro otra vez los ojos, y sigo en el Berlín. Qué bonito eso que acaba de hacer Txetxu Altube, interpretando a solas con Basilio “A trabajos forzados”. Qué sentimiento. Creo que a Vega le hubiera gustado. Parece que las canciones han crecido en manos de su banda, que incluyen algún verso nuevo y se divierten alargando algún paisaje eléctrico, en un concierto que rezuma alegría. Esos chicos, como les llamaba Antonio. Cuánta belleza hay en “Se dejaba llevar por ti”, “El sitio de mi recreo”, “El elixir de juventud”, “Tesoros”, “Estaciones”… Cómo transformaba en poesía escenas de la vida cotidiana. Hace doce años, cuando le veía en directo, no reparaba en ello. Mira, han tocado “Mi hogar en cualquier sitio”. Me pregunto si seguirá siendo de las favoritas de Basilio, que me confesó un día que se tiró enganchado a ella una temporada, a ese lado más «cachondo» de Antonio. A un tipo que se consdieraba de cualquier lugar, sin apego a nada.
En el Berlín la gente canta, aplaude, ríe. La mayoría tienen más de 40, y de 50. Me sorprende su edad, pero rápidamente caigo en la cuenta: yo ya tampoco tengo 20. Ellos han crecido y yo también. Pero las canciones de Antonio siguen igual de vivas en mi cabeza. Giro la vista a mi derecha y reconozco entre el público a una de sus hermanas. Se parece mucho a Antonio. Sus ojos, su nariz. Creo que se llama Laura. No veo a la chica que solía ponerse en primera fila en los conciertos, aunque tal vez esté allí y ya no la reconozca. De pronto, entre el barullo de gente, reparo en el caballero del fondo. Está en el lateral derecho, apoyado en una barandilla, mirando atentamente al escenario. Va trajeado y con un pañuelo blanco asomándole en el bolsillo. Leo en sus ojos una mirada casi triste, una sensación de nostalgia. Le reconozco enseguida. Es Germán, el antiguo dueño de Clamores. El que nos recibía, el que lo presentaba, el que cuidaba de él y de nosotros. Tal vez esté pensando en aquellas noches. En el tiempo fugado. Y se pregunte, como yo, si existe algo más conmovedor que recordar un tramo de tu vida enredado entre canciones de Antonio Vega. Creo que no.