“Se ha ido aquel que llegó del futuro para aliviarnos, el que nos enseñó que la fantasía también es una forma de vida y que creer en ella es más alentador que cualquier atisbo de realidad”
Tras los venerados “Space Oddity” y “The man who sold the world”, en los 70 Bowie empezó a transformarse en Ziggy, su álter ego. En apenas un año y medio dio forma a tres discos: Hunky Dory, “The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars” y “Aladdin Sane”. Por Sara Morales.
Texto: SARA MORALES.
Nunca nadie consiguió ser tantos en uno. Ni redefinir el rol masculino en el rock con soberana elegancia. A medio camino entre el éter y la Tierra, manejó a su antojo los límites de lo irreal para ponerlos a nuestro alcance. Descubrió sonidos donde no había vida y trazó lo intangible de runas de colores. Se ha ido aquel que llegó del futuro para aliviarnos, el que nos enseñó que la fantasía también es una forma de vida y que creer en ella es más alentador que cualquier atisbo de realidad. Pero hoy es él el que nos deja sin aliento, intentando resistir tras su estela de canciones inmortales, imágenes memorables e instantes eternos.
«Los años 70 fueron el inicio del siglo XXI», dijo una vez David Bowie. Cuánta razón traía de la mano de aquel «Hunky dory» con el que, en 1971, comenzó a tambalear los credos arraigados en la música de aquellos días. Y aunque este disco nunca tuvo la receptividad esperada, y la crítica empezara a considerar el «Space Oddity» de 1969 y «The man who sold the world» de 1970 como casos aislados de un éxito que parecía evaporarse, Bowie siempre tuvo claro que esto no era más que el principio. De este cuarto álbum, para muchos el más humano de su discografía, siempre nos quedarán canciones como ‘Queen bitch’, la áspera ‘Andy Warhol’, la balada de ‘Quicksand’ y, por supuesto, ‘Life on Mars?’. Pero por encima de todo ello, fue durante la vida de este disco, el instante preciso en que el germen de un nuevo ser comenzaba a crecer en sus entrañas. A modo de alter ego, venía dispuesto a plantar cara a los cánones del arte y la cultura entre excentricidades tan impactantes como seductoras. Así, un año después, llegaba al mundo para alborotarlo Ziggy Stardust.
El camaleón no tiene dueño
“Soy un caimán, soy mamá y papá viniendo a por ti. Soy el invasor del espacio y por ti seré un cabrón del rock and roll”, cantaba Bowie en ‘Moonage dream’, tercer tema del incunable «The rise and fall of Ziggy Stardust and the spiders from mars», con el que, valiente y arriesgado, dio comienzo en 1972 a una nueva era en el entendimiento del pop y del rock.
A través de la figura de Ziggy Stardust, una especie de cowboy surrealista de trajes imposibles, cardados, plataformas y pintalabios, David Bowie desafiaba al mundo. Andrógino y provocador, tentaba a las almas con su guitarra eléctrica y posaba sobre ellas la esperanza de un tiempo de utopía donde lo inaceptado se convirtió en transgresión y la ciencia ficción en una posibilidad certera. Este fue su quinto trabajo, uno de los pocos discos de avant garde rockero y experimental capaz de quedarse sentado acomodado en su trono, viendo los años pasar ante centenares de clones que, aun queriendo, jamás lograron acercarse ni remotamente hasta sus aposentos. La escalofriante ‘Suffragette city’ y ‘Starman’ serpentearon sobre la camaleónica voz de Bowie que fluía por los diferentes estados de ánimo, con el afán irrepetible de lograr transmitirlos. Todas y cada una de estas once canciones fueron piezas fundamentales para comprender el cosmos en el que se nos adentraba y cuyo big bang fue Ziggy Stardust. Y mientras la extravagancia viajaba a la velocidad de la luz por su cuerpo y nuestras cabezas, los riffs y los solos de guitarra nos situaban en una realidad paralela donde aceptamos sin reservas la reflexión de una ambigüedad que aportaba salud a la escena y perpetuidad al rock. Y ninguno nos equivocamos.
Porque nada en la obra de David Bowie fue casual, y nada tuvo nunca más importancia para él que la íntima relación que poseía con el receptor de sus canciones en una unión sagrada, fuera esta del tipo que fuera. Y en esta misma línea llegó «Aladdin Sane», un año más tarde. Compuesto en su mayoría durante la gira de su predecesor, con este álbum, y en un tono algo más duro y escabroso, retomaba la historia donde la había dejado y ascendía hasta el cielo donde solo habitan los mitos. Canciones en las que el guitarrista Mick Ronson también jugó su papel, acompañando a un Bowie que se iba convirtiendo en una adicción para la raza humana, cantando a una desesperación y una alienación que ahogaban en temas como ‘Panic in Detroit’ o ‘Time’ donde recurría a Beethoven. En este sexto disco, se atrevió también a plantear el jazz desde una perspectiva vanguardista con el tema homónimo, en uno de los solos de piano más intenso de la historia de la música a manos de Mick Garson. También nos conmovió con ‘Lady grinning soul’, pero el rock siempre fue el leitmotiv de su existencia, explayándose en él, desde su particular punto de vista, con la definitiva ‘Watch that man’. Un disco eterno con el que quiso homenajear a su hermano Terry, a quien le había sido diagnosticada una incipiente esquizofrenia que dejó entrever en el anagrama del título, «Aladdin Sane», una forma de jugar con»A lad insane» (un chico loco); de ahí también el histórico rayo dibujado en su rostro para la portada. Este no fue más que otro intento de Bowie por comprender y democratizar la dualidad existencial entre los parámetros de la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, las luces y las sombras. Y, por qué no, un David y otro.
Se despedía así de su etapa glam, posiblemente una de las más brillantes de toda su carrera, con la que reinventó lo que no existía abriendo puertas que habían permanecido cerradas hasta su llegada. Las mismas que hoy, con su despedida, quedan entornadas ante la fuerza descomunal de una generosidad y una maestría musical y creativa que le han llevado a convertirse en icono del pop, elevado merecidamente al estatus de leyenda mundial. Y mientras anda cogiendo sitio en ese firmamento al que tantas veces dio voz, aquí nos quedamos el resto, a sabiendas de que nunca más volveremos a ver pasar una estrella fugaz tan brillante y trascendente como lo fue él. Nuestra “blackstar”.