«Un paseo por la rutina de un tipo corriente con el alma rota, que se abrumó con la experiencia de vivir y creció a la sombra de la muerte»
Hace ya cuatro décadas que el líder de Joy Division decidió acabar con su vida prematuramente. Su legado sigue absolutamente vivo y sus huellas aún pueden seguirse en el condado de Cheshire. Allí estuvo hace años Sara Morales.
Texto y fotos: SARA MORALES.
Cuarenta años han pasado ya desde aquel mes de mayo en que Ian Curtis terminara con su vida en la cocina de su casa en Macclesfield. Cuarenta también desde que el sueño de Joy Division se rompiera en mil pedazos para estancarse en el tiempo y habitar perpetuo en una eternidad congelada. Toda una vida sin él, exorcista de tormentos y asfixias personales encriptadas en canciones. Toda una vida sin la banda que construyó los pasadizos más oscurantistas y demoledores de los últimos azotes de la subversión británica, levantando el imperio del existencialismo urbano con una obra nihilista de aroma industrial que nunca ha dejado de sonar a presente. Un vacío que ha mutado en omnipresencia, que no se desdibuja con el paso de los años y se asienta, a pesar de la ausencia, como el más bello legado de la poética post punk.
La alienación, la decepción, la frustración, la soledad, la enfermedad, el amor (sobre todo el desamor), la pérdida de inocencia y el desequilibrio interior fueron las musas —y los fantasmas— que el compositor y cantante más enigmático del siglo veinte dejó grabadas a fuego en sus letras imperecederas. Una incorruptible colección repartida entre dos discos fundamentales que alzan a Joy Division como tótems de la historia de la música, Unknown pleasures (1979) y Closer (1980), y un seminal epé — An ideal for living (1978)— cuando todavía se llamaban Warsaw y ni acertaban a imaginar cómo llegarían a cambiar el mundo.
Hoy, 18 de mayo de 2020, a cuarenta años de su adiós (que nunca fue una despedida) y desde una vida que no parece la nuestra, volvemos tras los pasos de Ian Curtis en su Macclesfield natal y mortal. Un paseo por la rutina de un tipo corriente con el alma rota, que se abrumó con la experiencia de vivir y creció a la sombra de la muerte como un gigante atemporal, siempre acompasado por el sonido de las certeras cuerdas de Bernard Sumner, del infalible bajo de Peter Hook y del latido pionero de la batería electroacústica de Steve Morris. El póker de ases ganador.
Macclesfield, el lugar del que no logró salir
«Nunca adiviné cuán lejos debía ir, si a los rincones más oscuros de una sensación ignorada. Por un instante oí que alguien llamaba: miré más allá del día, pero allí no hay nada».
“Twenty four hours” (1980)
Ian Curtis vivió atrapado en este laberinto verde y gris de casas bajas, suelo empedrado, cuestas de asfalto y nubes de tormenta, desde su nacimiento el 15 de julio de 1956 hasta su muerte el 18 de mayo de 1980. Aunque nació en el Hospital Memorial de Stretford (Lancashire) y en Manchester, la gran metrópoli a tan solo media hora en tren, en la que pasaría algunas etapas intermitentes junto a su mujer Deborah, y por supuesto dando forma a Joy Division, Macclesfield fue el lugar que acogió su infancia, que lo vio crecer de niño hasta convertirse en un adolescente atormentado para desembocar en una dramática e intensa juventud que se cortó de forma abrupta demasiado pronto. Una localidad tranquila, de ánimo sosegado, sin mucho qué hacer y demasiado por imaginar, perteneciente al condado de Cheshire y a remolque siempre de los influjos industriales de la cercana Manchester. Con una tradición estrictamente inglesa y rutinas propias de la quietud conservadurista que todavía se respira en sus calles, no cuesta recrear el ambiente que las vestía en las décadas de los sesenta y setenta bajo la opresión de la era Thatcher, tiempo en que Ian vagó por todos estos rincones. Un bucólico escenario hoy, de corazón rural y latido sereno, que vio nacer y morir a una de las figuras más trascendentes del rock.
La delicada formación de un espíritu inconformista
«Tus esperanzas, tus sueños, tu paraíso… Los héroes, los ídolos… Todos agrietados como el hielo».
“Autosuggestion” (1979)
Durante su etapa escolar, que empezó de niño en la Escuela Trinity Square de Macclesfield y terminó en King’s School, uno de los más prestigiosos colegios de la localidad, Ian siempre dejó patente su gusto por las asignaturas de letras como Historia, Lengua Inglesa, Arte, Literatura y Latín. Tremenda devoción por su colección de relatos de historia Ladybird y los poemas de Oscar Wilde que, a medida que fue creciendo, se fue transformando en una pasión enfurecida por los escritos deterministas de Nietzsche, Sartre, Herman Hesse, J.G.Ballard y Dostoievski. Lecturas que se alzarían como pieza clave del imaginario sobre el que, unos años después, iba a girar la ética y la estética de su propia obra, Joy Division.
Y aunque también demostró cierta habilidad con las matemáticas, y hubo un período en que pensó cursar los estudios superiores de Mitología e Historia, siempre tuvo claro que su destino era la música. Admiraba a Lou Reed, a Jim Morrison, a Roxy Music, a Janis Joplin y a MC5; pero sus ídolos, esas estrellas con las que soñaba y fantaseaba desde su habitación, eran Iggy Pop y David Bowie, cuya versión del “My death”, original de Jacques Brel, siempre fue una de sus canciones recurrentes. Tenía una enorme colección de vinilos de todos ellos guardada en cajas que conservó hasta el final de sus días; al igual que todas las canciones que escribía a modo de pasatiempo al principio y más tarde para Joy Division.
Bate Hall, rincón de juventud
«Un cambio de velocidad, un cambio de estilo. Un cambio de escenario sin lamentos, un cambio para observar y admirar la distancia».
“New dawn fades” (1979).
Con su amigo de la infancia, Tony Nutall, había correteado por los parques y plazas de Macclesfield desde que tenían uso de razón. Pero ya en plena adolescencia, a principios de los setenta, los hábitos y las necesidades cambiaron y se convirtieron en habituales del Bate Hall. Es uno de los pubs más conocidos del pueblo, ubicado en una de sus vías principales, Chestergate, con una historia que se remonta al siglo XVI y se extiende hasta hoy, que sigue abierto al público. Ambiente cálido y acogedor para ofrecer comida tradicional —una de sus especialidades es el sándwich de queso con cebolla— y una amplia variedad de cervezas, servidas tanto en la sala interior como en su terraza. Este fue el lugar en el que Ian se lanzó con sus primeras pintas y sirvió de punto de encuentro para el comienzo de su relación con Deborah Curtis, una chica del pueblo que le presentó Tony Nutall y que más tarde, como sabemos, se convertiría en su esposa, madre de su hija y viuda eterna.
Escenario de «She’s lost control»
«Volvió a perder el control y caminó sobre los bordes del no retorno».
«She’s lost control» (1979)
A mediados de los años setenta, con Joy Division ya conformado y comenzando su sigilosa andadura hacia el éxito en unos inicios tímidos y complejos, la vida personal de sus cuatro miembros continuaba de forma modesta. Con sus primeros conciertos en Manchester y Londres no recaudaban lo suficiente para lanzarse a vivir de la música, así que cada uno compatibilizaba su papel en la banda con sus trabajos ordinarios. Ian Curtis se ganaba la vida como parte del equipo de los servicios sociales de este Instituto de Empleo de Macclesfield, atendiendo a personas desempleadas afectadas por alguna enfermedad mental, encargándose de que recibieran las ayudas estatales necesarias y pudieran acceder a un puesto de trabajo adecuado a sus circunstancias. Hoy, reconvertido en una ETT generalista, se considera punto esencial en la ruta por el legado de Ian Curtis, al ser recordado como el escenario de la gestación de uno de los temas más emblemáticos de Joy Division, “She’s lost control”.
Aquí, en esta oficina, una mañana de 1978 tuvo lugar el fatídico episodio del ataque epiléptico sufrido por una joven que, acompañada de su madre, había acudido a la mesa de Ian para solicitar empleo. Testigo de aquello, un afectado y abatido Curtis llamó a los días para interesarse por su estado, pero la respuesta fue fatal: la chica había muerto. Con ello nació una de las obsesiones permanentes del cantante, que enturbió su existencia y reflejó incesante en sus composiciones; una angustia que se vio acrecentada todavía más cuando, a los meses, le fue diagnosticada la enfermedad a él mismo. El suceso, retratado fielmente por Anton Corbijn en el magistral biopic Control, cambió para siempre la concepción de Ian sobre la vida y la muerte.
Su casa, su refugio y su asfixia
«Esta es la habitación, el principio de todo. Ningún retrato bello, solo papeles en la pared».
«Day of the lords» (1979).
Cruzar la esquina de Barton Street hasta llegar al número 77, donde se encuentra la vivienda de Ian Curtis cuyas paredes acogieron su leyenda y la de Joy Division, es imponente y sobrecogedor.
Volviendo tras sus pasos en un recorrido tan suyo, tan ajeno a nosotros, como una afectiva y escalofriante intromisión en su cotidianidad —la que fue y en la que nos gusta imaginarle tantas y tantas veces—, entre las bajas edificaciones de ladrillo rojo y ventanas rectangulares de color blanco, que dibujan el paisaje victoriano de este barrio tranquilo en el suroeste de Macclesfield.
Su casa, ocupada durante años (y en el momento de este viaje) por una familia anónima reticente a las visitas de los fans en esa peregrinación intermitente, se impone al final de la calle manteniendo su fachada como la de antaño. El interior, imposible de visitar, presume de la misma distribución aparente, aunque ajeno ya a la magia de aquella existencia que llenó todo el espacio y de la que hoy solo quedan los ecos encerrados que no consiguen desaparecer del todo.
La habitación pintada de azul «man city», como le gustaba describir al propio Curtis en honor al equipo de fútbol del que era ferviente seguidor (Manchester City), se encontraba en la planta de abajo, al entrar a la izquierda. Allí era donde se encerraba durante horas entre sus discos y libros para componer y dar rienda suelta a su fascinante, aunque también temible, mundo interior. La cocina, la maldita cocina donde tal día como hoy hace cuarenta años Ian se quitaba la vida ahorcándose, comunica con un patio interior con vistas al abismo de la muerte que impone de solo pensar, mientras sigue girando el The idiot de Iggy Pop en su viejo vinilo. Un lugar que sirvió de hogar para una estrella y que continúa en su particular batalla por reconvertirse en museo de Joy Division y espacio creativo para bandas y artistas, desde que un músico empresario, seguidor del grupo, se hiciera con la propiedad por 190.000 libras hace cinco años.
Penúltima parada
«Escucha el silencio, deja que suene».
“Transmission” (1978)
El recorrido termina justo en el lugar donde debe hacerlo, sentados frente a la tumba de Ian Curtis en el gótico cementerio de Macclesfield. Rincón de paz y recogimiento que invita a la reflexión envuelta en una espiral de tristeza, emoción, abatimiento y admiración para acompañar en su destino final al poeta de la desolación. Una pequeña lápida a pie de bordillo que da cobijo a sus cenizas y rememora uno de sus versos más icónicos, elegido por Deborah Curtis el día de su entierro, y cuya placa ha sido objeto codiciado por los fanáticos más irrespetuosos, víctima de varios robos a lo largo de los últimos años.
Un ritual de despedida que se repite en el tiempo tantas veces como es visitado este lugar, para rendir tributo a un alma atormentada que se atrevió a poner palabras a lo indecible y que decidió partir con 23 años aunque, en realidad, nunca se haya marchado.