“Dijo que no sabía si nos volveríamos a ver, y allí, junto a un grupo de músicos mayúsculo, nos cantó al oido, a cada uno de nosotros de manera privada y con dedicatoria especial”
Óscar García Blesa cruza sus recuerdos para detenerse en dos momentos de su vida: cuando descubrió a Leonard Cohen en los 90 y cuando le vio en directo en 2012, por primera y última vez, en el Palacio de los Deportes de Madrid.
Texto: ÓSCAR GARCÍA BLESA.
Con el paso de los años uno acumula pelo blanco y una maleta llena de recuerdos en forma de conciertos. Muchos fueron asombrosos, algunos extraordinarios, otros sorprendentes y también los hubo horripilantes. De los malos apenas tengo memoria, de los gozosos guardo imágenes imborrables. En 2012, cuando Leonard Cohen se despidió de Madrid dando pequeños saltos al compás de ‘Closing time’, supe que acababa de vivir un momento mágico.
Hace veinticinco años su cancionero no estaba entre los favoritos de mi selección musical. Andaba entonces algo encasquillado entre las propuestas agrestes de John Fogerty, el advenimiento épico de Pearl Jam y la cínica apuesta mainstream de Michael Stipe. Y, por encima de todos ellos, lo que verdaderamente me ponía las pilas era el power pop efervescente de estribillo instantáneo a lo Teenage Fanclub. Siendo completamente honesto, en 1991 en mi vida no había ni rastro de la poesía de Cohen.
En aquellos días acababa de poner en circulación el primer número del fanzine “Yonivigud”, un ejercicio artesanal de grapa y fotocopia donde jugábamos a gacetilleros pop. Una noche, uno de mis amigos, un tipo de gusto refinado y colaborador esporádico, apareció con un texto de Leonard Cohen en el Bar La Felicidad (nuestro particular Café Gijón donde las croquetas recalentadas compartían mesa con güisqui segoviano). El fanzine circunvalaba todas las orillas del pop y el rock y la propuesta de un cantautor pausado de voz profunda y grave resultaba chocante. “Te va a encantar”, me dijo Antonio. Y hasta hoy.
De entre todos sus datos biográficos siempre me ha llamado la atención su tardío acercamiento al mundo de la canción. Decidió probar suerte a una edad en la que muchas estrellas del pop empiezan a retirarse agotadas, asfixiadas por el éxito (o el fracaso) o sencillamente con la fuente de ideas completamente deshidratada. El canadiense saltó a la fama (moderada) con treinta y pico, apostaba por el nunca es demasiado tarde, una idea que, particularmente, me sigue resultando enriquecedora y humildemente sigo aplicando.
Acercarse a su música no resulta tarea sencilla. No nos engañemos: sus plegarias con voz sepulcral en forma de hipnóticas canciones no son cosa fácil. Dicho de otra manera, la incontestable belleza y profundidad de su música no siempre resulta evidente, uno necesita transportarse al modo zen adecuado si quiere desentrañar un cancionero único. ‘Hallelujah’ en versión Jeff Buckley ayudó a mucha gente. Me incluyo. Aquella bestia en forma de canción encontró en la sensibilidad de Buckley al embajador perfecto. Sus estremecedores versos impresionaban hasta al más agnóstico de los rockeros. Cohen, un tipo con clase, elegante y divertido, conquistaba a medio planeta en la voz de otro. Buckley, otro artista colosal, sirvió de perfecto salvoconducto al universo del canadiense.
El 5 de octubre de 2012 me acercaba hasta el Palacio de los Deportes de Madrid con ese mismo amigo que me descubrió su música tiempo atrás. Nuestro objetivo era ver por primera (y última) vez a aquel poeta de traje inmaculado y sombrero Borsalino que tanto nos había dado. Dividido el espectáculo en dos pases (los años ya entonces no pasaban en balde), el músico regaló al abarrotado Palacio una gigantesca lección de clase, estilo y dignidad. Verdaderamente agradecido mostró su felicidad por estar allí en ese preciso momento, compartió su alegría por poder vivir con todos nosotros ese instante exacto y cantar sus pequeñas canciones. Se arrodilló y nos dio las gracias. Dijo que no sabía si nos volveríamos a ver, y allí, junto a un grupo de músicos mayúsculo, nos cantó al oído, a cada uno de nosotros de manera privada y con dedicatoria especial ‘Suzanne’, ‘Hallelujah’, ‘First we take Manhattan’, ‘So long Marianne’, ‘Famous blue raincoat’, ‘Take this waltz’… y nos rompimos las manos aplaudiendo emocionados a aquel caballero que durante cuatro horas nos había hecho inmensamente felices. Aquella noche mi amigo Antonio me regaló (quizás él no lo recuerde, pero yo no lo he olvidado) uno de los más valiosos tesoros de mi maleta de recuerdos.
Cuando Leonard se despidió (el momento invitaba al tuteo), volvió a dar las gracias y nos pidió bailar con él por última vez, el último encuentro en nuestra última cita. Y después de ‘Closing time’ empezó a dar saltitos, y aquel señor mayor mutó en niño chico como un esforzado Benjamin Button. Recogió las flores que alfombraban el escenario y las llevo hasta su pecho y se arrodilló de nuevo agradecido de verdad. Y mientras todos asimilábamos en pie lo que acababa de pasar, dejó flotando para siempre sus canciones y se marchó. So long, Leonard, so long.