«Aún existen sellos que se preocupan por sus artistas, por vender productos de calidad al margen de ventas millonarias, que venden su catálogo a precio razonable desde su propia tienda digital utilizando el correo ordinario»
Juanjo Ordás, tras visionar el documental “Diez, cuenta atrás”, se plantea el trabajo que realizan algunos pequeños sellos discográficos, en los que el trato personal sigue siendo esencial.
Una sección de JUANJO ORDÁS.
Hace poco pude visionar “Diez, cuenta atrás”, el documental dirigido por Diego Olmo sobre el sello discográfico Limbo Starr. La película es entretenidísima, pero también invita a la reflexión. En tiempos de locura digital, maniqueísmos y cuentos en los que las discográficas esgrimen fauces voraces que devoran inocentes artistas, está bien recordar que detrás de la maquinaria se encuentran personas haciéndola funcionar con la mejor de las intenciones.
¿Ha existido maldad, descaro y golfería en la industria discográfica? Sí, como en cualquier industria. ¿Acaso eso lo disculpa? No. El precio de los cedés fue abusivo durante años. No me refiero al comienzo de la implantación del formato, cuando su fabricación sí era cara, sino a los últimos años anteriores a la descarga digital. A esos precios desorbitados impuestos más por parte del distribuidor que por la propia discográfica que aún a día de hoy se mantienen. Hubo que sumar libretos paupérrimos que bordeaban la tomadura de pelo, eso es un hecho. Cualquiera lo sabe.
Pero hay que desmontar mitos y “Diez, cuenta atrás” es una herramienta más que adecuada, hora y media de metraje en la que para muchos se obrará el milagro: aún existen sellos que se preocupan por sus artistas, por vender productos de calidad al margen de ventas millonarias, que venden su catálogo a precio razonable desde su propia tienda digital utilizando el correo ordinario. ¿Será algo tan primitivo como la venta postal la solución? ¿Recordáis cómo un desconocido Mick Jagger compraba al sello Chess sus álbumes y singles favoritos? Efectivamente, por correo. Brutal manera de que una discográfica se quite de en medio al distribuidor que encarece su producto sin que el formato físico se resienta. Hablamos de Limbo Starr, pero existen otros pequeños ellos de trato personal que todavía creen en lo que hacen. Y que a nadie le quepa duda, los artistas necesitan a los sellos para amplificar sus sonidos. Claro que un cantante puede salir con su guitarra a la calle o a la red de redes (para el caso es lo mismo) y ponerse a cantar sus canciones. Alguien le escuchará, si es una vía concurrida, tal vez más de uno. Pero un sello es un megáfono, es el amplificador, es el micrófono. Una ayuda fundamental para la repercusión, la infraestructura que está detrás de tantas obras que han iluminado e iluminan tu vida.
Entiendo que sean tantos y tantos los que se han sentido defraudados por esa codicia que ha tiznado el negocio musical, pero a todos ellos les remito a “Diez, cuenta atrás”, porque les va a hacer recuperar la fe sin que necesariamente comulguen con la doctrina. Puede que no te gusten las bandas del sello, puede que solo te gusten algunas o quizá te gusten todas, pero el alma del film es la humanidad, el día a día de personas que creen en lo que hacen y que viven por y para ello. Está bien hablar del talento de nombres como Pal, Abraham Boba o Tachenko, claro que sí, en Limbo Starr hay muy buen gusto, pero los protagonistas de “Diez, cuenta atrás” no son ellos, sino las personas detrás del telón, pero especialmente aquel que tras ver el documental recupera el sentimiento de que aún es posible combinar arte y negocio.
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