El director de EFE EME asiste desde el backstage al concierto de Bob Dylan y Amaral en el festival Músicos en la Naturaleza. Ésta es la crónica de lo allí visto y vivido, incluyendo algunas de las peculiaridades dylanianas, esas que están vedadas al ojo del común de los mortales.
Texto y fotos: JUAN PUCHADES.
Desde que Amaral andaba finalizando la grabación de Gato negro, dragón rojo, su nuevo disco, tanto ellos como EFE EME tratamos de preparar un reportaje especial, algo que evite la típica entrevista en periodo promocional. Pero no hay manera. Los diversos planes fracasan irremediablemente por culpa de cualquiera de las partes.
Finalmente, la semana pasada recibo una nueva propuesta: Acompañar a Eva Amaral y a Juan Aguirre cuando el sábado 28 lleguen a Barajas procedentes de Londres, donde habrán tocado en el festival que celebra el 90 cumpleaños de Nelson Mandela. El plan es viajar con ellos hasta Hoyos del Espino (a las puertas del parque natural de la Sierra de Gredos, en Ávila), donde actúan en el festival Músicos en la Naturaleza, compartiendo cartel con Bob Dylan. La invitación incluye entrevista «on the road», pase de backstage y acceso a todas las áreas… Con Dylan por allí, la cosa tiene morbo, desde luego, y una oferta así no se puede rechazar. Pero dos días antes, con Amaral y su equipo de management en Londres, hay cambio de planes: Eva arrastra las secuelas de una gripe, Juan está plenamente inmerso en ella (en la gripe) y lo más probable es que traten de descansar cuando lleguen a Madrid. Yo viajaré a Hoyos del Espino junto a David Simancas, de Hook (la oficina de management de Amaral), y a Rober, conductor especializado en transportar a rockeros de todo pelaje que nos llevará y traerá de vuelta. El resto de la propuesta se mantiene. Ok. Allí estaremos.
LAS MANÍAS DE DYLAN
Tras un viaje en el que descubrimos nuevas rutas pintorescas gentileza del GPS, llegamos alrededor de las 18:30 al lugar del concierto –marco incomparable, que diría el periodista poco imaginativo. Pero, ciertamente, lo es–, en el parking más próximo al backstage ya están estacionados los dos autobuses negros en los que viajan Bob Dylan y sus músicos. Los mismos que, media hora más tarde, evolucionan para posicionarse en la parte trasera del escenario, a escasos metros de éste. De todos es conocido que Dylan hace tiempo en su bus y sólo baja de él para acceder al escenario. No hay camerino para Dylan ni para su banda. Sólo se han habilitado dos pequeñas carpas que hacen las veces de cocina y comedor del equipo norteamericano que le acompaña. Por allí, vestidos de calle, circulan los integrantes de su grupo. Ni rastro del cantautor de Duluth. ¿Qué te creías?
Amaral sí tiene dos contenedores prefabricados que sirven de camerino y de oficina de organización. A la entrada de cada uno de ellos, un remedo de terraza vallada con tela negra. Están situados justo enfrente de la escalera que accede al escenario.
Alrededor de las 20:30, Manuel Notario –manager de los zaragozanos– y un servidor jugamos a averiguar por dónde subirá Dylan al escenario –sí, somos como niños, pero tampoco tenemos nada mejor que hacer. Y ver a Dylan de cerca, dada su costumbre de evitar las miradas ajenas, tiene su aquel–, mientras disimulamos como buenamente podemos para eludir la vigilancia de un gordo malencarado que escruta a todos los que circulamos por ahí. Justo en ese momento, una furgoneta de cristales tintados aparca a nuestro lado, es la que trae a Eva y a Juan. Ella ha tenido días mejores: Unas inmensas gafas de mosca esconden sus ojos. Arrastra un cansancio importante. Juan luce más fresco y con su calma habitual.
Alrededor de las 21:15, si teníamos dudas de la escalera que va emplear Dylan para encaramarse al escenario, la gente de su «entorno» las aclara: Como en las series policíacas, hay que despejar «el perímetro» de la derecha, justo donde está el campamento de Amaral. No sólo debemos apartarnos, ¡tenemos que escondernos detrás de la valla de la terracita de la oficina de organización de Hook! Ridículo, sí. Pero así lo hacemos. Un minuto después, cómo no, estamos asomados a la entrada. Nos dicen que para adentro. Como somos educados y respetamos los deseos de Bob Dylan, nos volvemos a esconder. Pero el juego continúa y dos minutos después estamos en la puerta. Ahí viene Dylan, camina junto a sus músicos, se para delante de nosotros, al pie de la escalera, a dos metros. Sube al escenario. Y ataca con lo suyo.
Lo suyo es el mejor concierto que uno ha visto de Bob Dylan. La banda suena como nunca. Abre con «Rainy day women #12 & 35» y le sigue una sobria «Lay, lady, lay». ¡Guau! Como es habitual en sus conciertos, la voz suena cascada en los primeros temas –el hombre ya podía calentar un poco antes de subir a escena–, pero para el tercero, «Just like Tom thumb’s blues» ya está en plena forma.
Una pena que alguien haya tenido la ingeniosa idea de situar el escenario en el lugar más incómodo del valle. Éste, en lugar de bajar hacia el escenario, sube, con lo que resulta imposible ver desde la mitad del aforo hacia atrás lo que pasa en escena. A lo que contribuye que la gente de Dylan no ha querido emplear las pantallas de Amaral situadas a los laterales del escenario. Ni sus luces, aunque sí han aceptado tocar en el inmenso escenario del grupo español. Sólo una sobria iluminación alumbra a los músicos, con Dylan en teclado y a la derecha, de perfil al público.
Continúa su salvaje concierto de rock, blues y boogie, con ese sonido fiero que por momentos puede llegar a recordar al de ZZ Top. Van cayendo «Ballad of Hollis Brown», «Higway 61 revisited», «Mississippi», «Summer days»…
Estamos de nuevo en el backstage. Charlo con Eva y con Juan, que han sido invitados a ver el concierto de Dylan desde el escenario. Oportunidad que aprovechan en la recta final del mismo. Por allí hay más gente: chicas y chicos guapos con toda la pinta de ser cachorrillos del Partido Popular, pero el más divertido es un señor peinado hacia atrás y con el uniforme oficial de dirigente-del-PP-en-fin-de-semana: polo Lacoste metido en el correspondiente pantalón vaquero y, para rematar, jersey de rayas anudado al cuello para cuando refresque, le acompañan unas adolescentes con folios y boli en la mano a la caza del autógrafo. En un momento dado, las niñas tienen acceso al camerino de Amaral. Es lo que pasa cuando organiza alguna institución.
Sin embargo, antes de que llegara Amaral he sido testigo de una divertida conversación entre alguien de la organización y Manuel Notario: el primero dice que cuando llegue el dúo, tienen que «subir» a hacerse la foto con «la vicepresidenta» (de la Comunidad Autónoma, deduzco), que está en una casa. Notario responde que no, que baje ella, que ellos van a llegar tarde, cansados y sólo van a tocar, pero que no hay inconveniente en hacerse la foto… si ella baja. Eso no puede ser, tienen que subir ellos, es sólo un momento, un coche los sube, se hacen la foto y ya está. Que no, insiste Notario, en su sitio. Finalmente, aquel dice «estás tomando la decisión por ellos». «Vale», ataja el manager, «les preguntaré cuando lleguen». Que yo sepa, Amaral no subieron. Y al día siguiente me entero que por allí andaban Ángel Acebes e Ignacio Astarloa, «el sector duro» del partido. De buena se libraron.
Dylan sigue en escena y el equipo técnico de Amaral prepara a su gente para afrontar con rapidez el cambio de equipo. De pronto crece la tensión: el gordo que controla el mundo Dylan pide que los suyos se movilicen y que todo el mundo desaparezca de allí. El encargado de la infraestructura de Amaral comenta que ya vale, que ellos están trabajando. Ni por esas. Hay que esconderse porque Bob Dylan va a bajar del escenario. Una chica nos dice que Dylan no debe vernos. Alucinante. No sólo no se le puede ver, sino que no quiere ver a nadie. ¡El trovador rockero que recorre los pueblos del planeta no quiere ver de cerca al público para el que canta!
El equipo de Amaral se enfada, aunque acepta: Nos refugiamos en el espacio reservado a la oficina del grupo… pero deciden abrir la valla negra que nos esconde. Se amenaza con avisar a seguridad, un lacónico «Las cosas se piden con educación, además, en el contrato no figura que debamos escondernos», resuelve la situación. Estamos a la vista.
Sigue el alucine: Un poco antes, a la derecha de la escalera de bajada se ha montado una estructura con cuatro tubos verticales y otros tantos horizontales en la parte superior, de los que cuelgan unas cortinas negras, a modo de probador de mercadillo callejero, al que llevan unas bebidas. Aunque no salgo de mi asombro, deduzco que ese espacio se va a emplear para que Dylan se refugie en él al bajar del escenario y antes del bis. No me equivoco. Aquí viene un Dylan que titubea un poco al poner pie en las escaleras y se dirige junto a su grupo al «probador». Surrealista: por debajo de las cortinas se ven piernas, botas. La foto es impagable. Pero como no nos quitan ojo de encima, no saco la cámara. No me apetece que me partan la cara.
Dylan sube de nuevo a escena. Debe de estar contento porque le pone música a los «oé, oé, oé» con los que le reciben las 11.000 personas que abarrotan el valle y que han agotado las entradas. Todo un detalle por su parte. Vienen los dos últimos temas: «Thunder on the mountain» y una descomunal, impresionante, gloriosa versión del «Like a rolling stone» que a Juan Aguirre le vuelve loco.
Dylan sonríe levemente cuando baja entre sus músicos frotándose las manos, uno diría que sí, que está contento. Enfila rápido al autobús.
Diez minutos después, los dos autobuses negros han desaparecido. Bob Dylan, muy probablemente, ya se dirige hacia Cuenca, su próxima cita.
AMARAL LE ATIZA AL ROCK
Para seguir el concierto de Amaral, una vez han desaparecido los técnicos de Dylan, nos situamos en el espacio reservado para la mesa de sonido. Donde se produce un conato de sublevación por parte de una señora que hace rato superó los 60 años y que anima a sus vecinos a que nos griten enchufados, forasteros y algunas lindezas más en la seguridad de que somos nosotros quienes le impedimos ver el escenario y no el accidentado y descompensado terreno. La tensión crece por momentos y la gente de seguridad trata de protegernos a los que nos encontramos allí –en esencia, técnicos, gente de Hook y un par de amigos de Eva y Juan–, el susto les hace llamar a la Guardia Civil. Entre todos rodean el espacio de la mesa de sonido, en el centro nosotros. La sublevación popular arrecia por los cuatro frentes. La enfurecida señora revolucionaria pasa adentro y la Guardia Civil entabla un diálogo con ella. Sobre nuestras cabezas una torre de unos ocho metros de altura con dos chavales subidos a ella para dirigir los cañones de luz. Como pase algo, la que se va a liar va a ser de las buenas. Menos mal que las luces del escenario se encienden e iluminan un inmenso telón rojo, suena la música que amansa a las fieras y que anuncia el comienzo del espectáculo amaraliense. Se abre el telón y ahí está Amaral –guitarra, bajo, batería, chelo, teclados, Juan a la guitarra solista y Eva en el micro– abriendo con «Kamikaze» en una lectura netamente rock.
El montaje, perfectamente diseñado, es espectacular. Las luces que rodean el escenario simulan los palcos de un teatro, las pantallas que Dylan ha eludido ayudan a seguir el concierto (la anciana broncas ha regresado a su sitio y se ha calmado). Amaral van a por todas y deciden que esta noche toca rock and roll. Suenan contundentes. Si en disco ellos mismos parecen no tener muy claro dónde ubicarse –¿Pop? ¿Rock? ¿Folk-rock?–, en directo no hay dudas: Amaral es una potentísima banda de rock. Una banda de primera, con Eva como vocalista que domina todos los registros; como una bestia del escenario, el cansancio que traía se lo ha dejado en el camerino y nadie sabe ya de la agotadora semana que arrastra. Por su parte, Juan, concentrado, dirige la columna vertebral sonora de la banda con sus impecables guitarras. La máquina suena perfecta, tan limpia y clara como antes ha brillado con Bob Dylan.
Mezclan temas nuevos y viejos, sin descanso: «Tarde de domingo rara», «Alerta», «Las puertas del infierno», «En el río», «Marta, Sebas, Guille y los demás», «Estrella de mar»… incluso cae el «Slippin away» de Moby y, a petición de este cronista, «Es sólo una canción», ese momento Keith Richards que protagoniza Juan en el nuevo disco: «¿Quieres que la cantemos? –me ha comentado antes Juan al preguntarle si la tenían prevista–, ahora se lo digo a Eva, que tenemos que decidir el repertorio». Porque, me cuentan, cada noche seleccionan qué van a cantar. Como premio por pedirla, ¡me llevo una dedicatoria desde el escenario!
En la segunda parte, se han descolgado con un set acústico realmente bonito, bien trabajado. Vuelven al rock para encarar el final. Todo va sobre ruedas. Puestos a poner algún pero, sólo uno: el vestuario de Eva, que resulta chocante en un grupo con ese sonido. Su modelo «la-la-lá» (en dos versiones: uno negro y otro rojo), más propio de una estrella del pop adolescente, no le hace justicia. Eva debería darse cuenta de lo hermosa que está vestida de «civil»; por ahí debería andar su ropa de escena.
Llegan los bises y con los primeros acordes de la última canción, el momento de salir a escape: en un rato, la carretera comarcal de acceso a Hoyos del Espino puede ser una ratonera, un infierno de coches y autobuses. Son las dos de la madrugada y nos quedan más de dos horas de regreso a Madrid. Manuel Notario nos anima a que salgamos disparados. Al grupo lo espera la Guardia Civil para abrirles paso. Mañana tocan en Zamora, en un concierto suspendido y aplazado.
Ehhhh… ¡¿No habíamos quedado en entrevistar a Amaral…?!