Comida y basura, de Álex Prada

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LIBROS

«A veces juega al esperpento, otras se disfraza de novela rural y siempre te sale por donde menos te lo esperas»

 

Alex Prada
Comida y basura
SEIX BARRAL, 2020

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Sigue habiendo márgenes. Hay una España urbana, otra España rural y una tercera España donde la ciudad se va diluyendo. Esos últimos trozos de asfalto que aún mantienen su espíritu algunos kilómetros más, esos descampados donde conviven chabolas y vertederos. No los miramos, pero están ahí. Esta frontera difusa es el hábitat natural de René. René se dedica a cazar pequeños animalillos en esos márgenes urbanos y a vender, junto a su mujer Rosario, cachivaches que le dan, o quizás encuentra, en una esquina de la plaza Mayor; mientras, se emboba fascinado por la gitana Rocío, que acaba de regresar a su puesto tras una convalecencia. Puede ser cualquier ciudad que conozcan ustedes.

Estos son los mimbres con los que el poeta sevillano Alex Prada teje su primera novela. Y lo que destaca de ella en principio es su excepcional dominio de la tensión del lenguaje. No, no es una novela lírica, pero el manejo de las palabras es uno de los protagonistas, que a veces juega al esperpento, otras se disfraza de novela rural y siempre te sale por donde menos te lo esperas.

En parte es una novela de camino; sin que este pase a primer plano, sí procede como aglutinador del repertorio de personajes que van pasando y que beben tanto de la tradición peninsular —Delibes, la picaresca, Miguel Mihura si se pusiera serio— como de la hispanoamericana —Rulfo o Carpentier—. Ahí van guardias civiles retirados, galleros llenos de filosofía, aristócratas que son el último bastión de su estirpe, taxidermistas que hacen de una placita íntima su escaparate.

Y sobre todo la monja Rufina. René creció en un orfanato, y una de las hermanas, con la se escapa de noche a las codornices, le muestra toda la nouvelle cousine del extrarradio. Ahí descubre que el campo es oloroso y crudo, invadido por los límites de la ciudad. René no viene a ser más que un Ferrán Adrià pasado por el tamiz de Almodóvar o Marco Ferreri. ¡Qué hubieran hecho estos dos directores con el personaje de Manuel el Chino, que un día que no tenía tabaco se fumó las cenizas de su padre! Cuenta la leyenda que Keith Richards hizo algo parecido.

Descubre un país que huele a romero y jazmín, pero que en el estilo de describirlo huele a hierro fundido. Un país es que recetas estrambóticas son propias de un sibaritismo filogenético. Y nos describe con él —y con el final más abierto del mundo — las últimas estampas de una España que se está yendo. O quizá no…

Anterior crítica de libros: Memorias de un outsider, de Elliot Murphy.

 

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