LIBROS
«No huye del estilo familiar, pero lo viste para que a la claridad se le añada el ingenio y la inteligencia»
Carles Armengol
Collado. La maldición de una casa de comidas
BRUXISMO EDICIONES, 2022
Texto: CÉSAR PRIETO.
Quizá pase con muchas ciudades, pero Barcelona posee un cosido en sus bordes que hace fascinantes los barrios fronterizos. No hay un marco claro casi nunca, simplemente calles que de golpe cambian el diseño de la placa que indica su nombre. Uno se encuentra entre edificios y observa que el mármol de enfrente tiene otro diseño, el color de fondo, cierto escudo… para diez metros más allá recuperar el diseño anterior. En ocasiones, hasta tres municipios conviven en un metro cuadrado. Esas zonas son siempre indefinidas en su carácter, permeables, poco dotadas de personalidad histórica y mucho de vida de barrio sin serlo, eso es lo que las hace fascinantes.
Carles Armengol odiaba las calles donde nació, esa incrustación de Barcelona en Hospitalet, a la que dicen Collblanc, el carácter decrépito de sus vecinos y esos bloques de cemento llamados pisos le parecían una cárcel, frente a los chalets con piscina de sus compañeros, puesto que sus padres se preocuparon de que su educación fuera selecta. Más o menos la misma perspectiva que han tenido todos los que fueron niños entre los años setenta y los noventa en este país. Pero, en su caso, uno advierte que es una verdadera suerte, porque si no hubiera sido así no hubiéramos disfrutado de este gozoso volumen que nos ofrece una buena colección de capítulos, donde el costumbrismo aborda la vida del barrio desde la perspectiva de sus habitantes, los clientes del bar que regentaban sus padres y en el que el autor, casi sin sentirlo, ve que empieza a absorber gran parte de su vida cuando percibe que de gestionar ayudas puntuales pasa a responsabilizarse del fin de semana.
Tras una breve historia del local —poca broma, aunque ya está traspasado en breve será centenario—, comienzan a aparecer los personajes. De todos adquiere una enseñanza: Onofre —un sintecho del barrio al que le queda lo más grande, la dignidad—, Gery —un valentón prepotente— o el Largo, que hace que su vida cambie al introducirlo en las allnighters y la música soul. Especiales son las páginas dedicadas a Vicente Pañella, casi el único que dibujó para las revistas de Bruguera, para las del corazón y para el TBO. Se hacía llamar “Pañella, el loco”, con eso se lo digo todo, y poseía un aura tenebrosa que no se ve reflejada en la línea clara de sus dibujos. También hay un repaso a los camareros, aún más extravagantes si no fuesen en su mayoría pobres hombres perdidos que mecerían un relato por sí solos.
Este cronista, que se pasó cinco años en una versión ampliada y corregida —el bar del edificio central de Correos de la misma Barcelona—, puede atestiguar que la cohorte de personajes que montan guardia en la barra es similar a la del Collado o peor. Me perdía, eso sí, la visión del barrio, aunque Correos es un barrio en sí mismo.
El estilo es cercano e inteligente. No huye del carácter familiar, pero lo viste para que a la claridad se le añada el ingenio y la inteligencia, que consiguen que aunque en apariencia esté escrito a vuelapluma se perciba un trabajo de concreción minucioso. Sin él, las anécdotas no hubieran llegado a ese estado de asombrosa hilaridad. La mejor, el día de su decimoctavo cumpleaños, cuando un cliente invita a Carlos a la discoteca, una discoteca para mayores de cincuenta, donde se enfrenta a una auténtica escena underground de la que no conoce los códigos.
Seguramente han sido ustedes parroquianos de locales que les han dejado vencidos moralmente por una temporada. Como señala Alberto Valle en el prólogo, cada establecimiento tiene su alma, y también hay una conciencia colectiva en los bares, en parte por sus clientes y en parte por sus propietarios. Casi siempre los hemos visto desde nuestro lado de la barra, prepárense ahora para tener la perspectiva desde el otro lado.
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Anterior crítica de libros: Canción para hombres grandes, de Rafa Cervera.